lunes, mayo 20, 2013

El derrumbe.


No hay cascotes más grandes que aquellos que algunas personas se arrojan hacia su propio tejado. Y, dentro de esas auto-lapidaciones, suele haber víctimas colaterales, ya se sabe. Cuando las piedras llegan a una altura suficiente pueden provocar un derrumbe, mayor o menor según su envergadura, y algo de eso he tenido que sufrir este mes, por fortuna he sabido reducir el ataque a lluvia de guijarros por dos motivos principales: el primero, los trabajos de las asignaturas del máster me dejan poco tiempo para meditar en otras preocupaciones; el segundo, dos viajes a Madrid, y uno de ellos pendiente, comenzará en un par de días. 
Cuando un pequeño piso, no precisamente construido en los tiempos de la burbuja inmobiliaria, deja de usarse, es probable que su antigüedad y el desuso provoquen otra clase de derrumbe. Nadie se alarme, sigue conservando un sólido suelo y unas sólidas paredes, con algún desconchón. Fallan las cañerías, que, como las del ser humano, se obstruyen a veces, y en nuestro piso de Madrid lo hizo el ramal que llega hasta el cuarto de baño. Para colmo, la llave del agua que llega hasta la cocina tiene escapes, cosa en la que no reparé al principio y me encontré con un salón casi inundado. Suerte que las baldosas no hacen gotera, no querría verme enfrentado al vecino de abajo, desconocido para mí, aunque quizá no exista o quizá haya hecho los bártulos y regresado a su país de origen. 
Para mí es un privilegio el tener un piso en Madrid, a diez minutos en metro de Sol, y no me deprimí por volver a recursos de posguerra. ¿Que falla el calentador del agua? Pues se calienta en ollas. ¿Que la ducha no funciona? Pues uno se hace en los chinos con una bañera para niños pequeños, tan elegante como la que reflejo en la foto, al menos me parece a mí más elegante que una palangana de burdel. Y, a falta de ducha, ya veréis cuando me haga con una regadera esta semana. Claro que, tras esta recolección tan cutre, siempre cabe la opción de que cualquier día llamemos a un fontanero, si es que el coste no es demasiado para un piso que cada vez se usa menos, ya veis que yo no aparecía por allí desde que volví de Suecia. 


Una buena razón para ir allí, además de celebrar el fin de las clases y olvidar otras cosas, fue la visita de mi hermano Pedro junto con algunos de sus alumnos y otro profesor. Ahí estamos, en esa corrala que constituye el hostel de Malasaña donde estuvieron. Más barato que los suecos, debo suponer. Lo pasamos genial, lástima que estos viajes duren poco: de terracitas en el Retiro, con un calor de verano, que en León no ha existido, en una taberna andaluza por el barrio donde estaban, etc. Aparte de quedar con los amigos habituales. No pude hacerlo con el amigo Hopewell, pero no pasa nada porque el sábado que viene es el gran cónclave en Fnac Castellana, donde interviene con otros escritores y presentará El cuarto jinete: Armaguedón. (Bueno, no estoy muy seguro de cómo se escribe esta palabra, cosas de no leer la Biblia). A partir de las cinco de la tarde, yo no se cuándo llegaré porque por la mañana tengo una comunión, a las once, en el pueblo de Quijorna, y jamás he ido allí en autobús, quizá llegue tarde a la misa y a tiempo para el banquete, lo cual no sería motivo de mortificación. Necesito, pues, este viaje para atar cabos sueltos del anterior, y cuando regrese me haré del tirón los cuatro trabajos restantes, hasta el diez de junio. Ahora me iré a acabar una novela en inglés, bueno, en la que los personajes hablan en inglés del siglo XVII, que una profesora, graciosa ella, me mandó para hacer un trabajo comparativo. Ya haré la crónica al regreso de esa ciudad, más contaminada pero, con todo, tampoco puede decirse que el aire viciado de León no afecte a algunos de sus habitantes.