lunes, abril 21, 2014

La envolvente sensación de la risa.



A mí siempre me ha gustado ir al cine, no importa lo mala que fuera la película. No obstante, en los últimos tiempos no voy demasiado. He desarrollado otra clase de hábitos, entre los cuales se encuentra el ver los filmes en versión original. Si son de lengua inglesa, me ayudan a mejorar en su dominio; si son, por ejemplo, en francés o en japonés, puedo valorar mejor si una actuación es de calidad o no. Si la película es española, y los únicos subtítulos que tiene son en algunas frases habladas en euskera, entonces lo más probable, dado el contexto, es que estemos hablando de 8 apellidos vascos
Fui a verla aunque no quería, en principio, si bien me atraía como fenómeno. Jamás pensé que fuera a tener este éxito. La última película del guionista Borja Cobeaga, No controles, me divirtió bastante y tuvo buena acogida por el público, pero nada que se parezca a esto. Y, por si fuera poco, es un fenómeno que puede tratar de tú a tú a toda una señora Copa del Rey de fútbol. El pasado miércoles, a última sesión, fui con mi amigo Jose al viejo Van Gogh, el único cine que sobrevive de la antigua hornada. La sala se llenó, eso sí, cuando las luces se habían apagado, haciéndose realidad otro tópico hispánico, como otros de los que aparecen en la película. 
La respuesta del público fue bastante entusiasta. Hasta la pareja de adolescentes que tenía a mi lado prestó atención, para mi sorpresa. Las carcajadas, merecidas o no, son contagiosas en un ámbito como ese, provocando una suerte de risoterapia colectiva, que es lo que necesita ahora el país, y lo que ha aupado a esta película al podio en el que se codea con su némesis angustiosa, Lo imposible. Yo me reí, aun siendo consciente de que bastantes chistes eran malos. Lástima que, en su tramo final, la película no arriesgara en el despiporre. ¿Dónde está el clímax? A la noche siguiente, la de Genarín, tuve la clara sensación de que, cuando alguien haga la película definitiva sobre Genaro, podrá lograr también un éxito apabullante, tan solo con que reciba la mitad de atención mediática, y etílica, del evento. Y tanto mejor si regalan un chato de orujo con la entrada. 
Pese a todo, yo de lo que en verdad quería hablar era de Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!, una de las películas cuyo tráiler pudimos ver antes de la sesión. El avance me resultó divertido y, curiosamente, también incluía algunos de los mismos tópicos sobre los andaluces que la película que íbamos a ver a continuación. El protagonista de este one-man-show, Guillaume Gallienne, daba la impresión de interpretar al clásico homosexual afeminado y, en todo caso, el filme está en la senda del queer (horrendo palabro) cinema francés que está triunfando en los festivales y galas de todo el mundo durante el último año, tal y como comprobamos en la entrada anterior. 
Gallienne noqueó a La vida de Adele en los César, y ambas guardan sorprendentes similitudes pese a que la primera dura menos de la mitad que la segunda, y es de carácter cómico. Yo me reí, aunque es un tipo de humor diferente al de 8 apellidos. A veces más inteligente, pero a veces no, a veces también se refugia en el tópico, ya no solo respecto a andaluces o ingleses, sino también a homosexuales, pintando una discoteca de ambiente como si fuera el Infierno de Dante, ambientación musical incluida. Lo que más me defraudó fue la manera en la que trata el tema de la orientación y/o identidad sexual. Según una tía del protagonista, o eres homosexual o eres heterosexual. Punto. La conclusión del filme, sorprendente y precipitada, parece sugerir lo mismo. ¿Será que el director-guionista-protagonista-personaje necesitaba una auto-catarsis en esa línea? Posible opción. 
De todos modos, es un filme muy recomendable y la risa siempre es bienvenida. Yo mismo, muy reticente al humor escatológico, disfruté el momento en que una actriz tan fina, estilizada y bella como Diane Kruger aparece como una experta en colonoterapia. 

lunes, abril 14, 2014

La película-espanto de estas fechas.



Hay que reconocer que la película bíblica de esta Semana Santa, Noé, se ha ido un poco lejos a la hora de buscar el tema, hasta el comienzo mismo de la Biblia, en discordancia con los pasajes que se reflejan durante estos días. Puestos a escoger una historia con potencial, cercana en el relato a la de Noé, yo todavía estoy esperando a que alguien se atreva con una versión actual de la destrucción de Sodoma y Gomorra, tal vez un Roland Emmerich atronando la pantalla con gigantescas bolas de fuego, sería un cineasta con probada experiencia para el asunto. 
Hasta entonces, para ver sodomitas y pecadores me basta con películas como esta, El desconocido del lago, que también guarda relación con el elemento acuático, aunque en un sentido diferente al de Noé. Esta película, al igual que La vida de Adele, fue premiada en la última edición de Cannes, una edición que llamaría bastante queer si no fuera porque estoy un poco harto de este término tras leer El género en disputa de Judith Butler, un libro tan influyente como insufrible en su lectura. No es una película de Semana Santa, desde luego. Puestos a idear un perverso acto de pornoterrorismo, se podría proyectar en alguna pantalla gigante el próximo viernes por la mañana, como colofón pagano y priápico del Genarín. A quienes todavía estuvieren borrachos les traería sin cuidado... 
Este filme, muy bueno aunque dudo que sea el mejor del año, como afirmaban algunas revistas, destaca por su simpleza, lo que no quiere decir que sea una película simple. Simpleza de elementos: personajes, escenario, trama... Siguiendo el paralelismo con Adele, llega precedido de la etiqueta de (homo)sexualmente explícito. No, no es para tanto. Sí, hay sexo entre hombres, pero los planos explícitos se limitan a dos, protagonizados por dobles de pene (con perdón) y solo duran segundos. No tiene ningún sentido su inclusión, salvo que el director haya querido dar un toque de porno arty, como Lars Von Trier y otros provocadores. 
La nimia trama sigue las andanzas de un hombre que aprovecha el veraneo para visitar, en un lago, la zona de levante, o, como resulta más popular en España, de cruising. Allí traba amistad con un observador pasivo, no en el sentido erótico, del panorama, y se enamora de otro habitual, derivando en una historia de amor fou, como dicen los franceses, y un thriller bastante heterodoxo. El lago, otro protagonista más de la película, es una especie de edén, siguiendo la línea bíblica, en el que los hombres pueden desnudar sus cuerpos, y también sus almas, sin miedo a los armarios, al qué dirán y a cualquier tipo de prejuicio. Por no haber, no hay ni mujeres, no aparece una sola actriz en todo el metraje, y el momento más cómico viene a cargo de un pazguato preguntándose dónde estarán las mujeres, que ni están ni se las espera. 
Lejos de constituirse como apología del cruising, el filme provocará que algunos de sus espectadores se lo piensen un par de veces antes de irse con el primer desconocido que vean, por muy atractivo que sea este, en un entorno que de paradisíaco puede tornarse en salvaje y hostil. Es el problema que albergan esta especie de cotos cerrados, a diferencia de otros que se insertan en la estructura misma de la ciudad, y por lo tanto resultan menos amenazadores. 
Si ya el naif cartel del filme puede escandalizar a algunas personas, entonces qué dirían del resto... En todo caso, esta película no llegará a todos los cines, ni mucho menos. Seguiremos esperando esa gran producción bíblica, con poco sexo pero muchos sodomitas a la brasa. 

miércoles, abril 09, 2014

La última clase, el último sofoco.



Esta vez sí que es la última, a menos (raro escenario) que se aplace a después de Semana Santa. Nunca tuve la intención de eternizarme como estudiante, ni en la universidad de León ni en ninguna otra, pese a lo que pudiera haber sugerido algún neo-neoliberal, de esos que se levantan un día mascando ideas ajenas y no tienen nada mejor que hacer que criticar a quienes hemos trabajado duro en la carrera, cosa de la que dichos especímenes no siempre pueden presumir. Los siete años en la facultad han correspondido a la licenciatura, curso por año, y al máster; respecto a este último, desarrollado en dos debido a mi estancia inicial en el extranjero. 
El máster quise hacerlo en Lund, no pudo ser, y, pese a que lo consideraba un trámite hacia el doctorado, el de aquí me está gustando mucho, ya lo creo. La docencia llega a su fin, y solo resta un trabajo fin de máster que, tal vez, pueda servirme como carta de presentación que me abra puertas de facultades foráneas. La asignatura de Teatro, la última aunque no debiera ser así; queda como postrera por la un tanto caótica localización de sus clases. Y, en esta semana final, hemos vuelta a la vieja aula de siempre, una de las más calurosas del edificio. Eso viene estupendo en invierno, y por invernal podríamos haber tenido a la semana pasada, con su lluvia y bajas temperaturas; en esta, ideal para tomar limonadas en una terraza, el golpe de calor por poco me ha vuelto a noquear, de nuevo, en esos incómodos bancos. 
La profesora, que ya me conoce, repite chistes sobre el contenido de mi termo verde, otro clásico que ha sobrevivido durante estos años. En Cuarto, dijo que lo llenaba de absenta, por eso del espíritu del XIX. En realidad, lo que llevo allí es simple agua del lavabo, el antídoto contra no ya el veneno del teatro, en alusión a la obra analizada hoy, sino al veneno del verano anticipado. Y, por casualidades de la vida o por alguna estructura cíclica en esto, mañana concluimos, al igual que el curso pasado, coincidiendo con la espicha de nuestra facultad. Y, por fortuna, la ventana no da al césped, y así imagino que podremos tenerla abierta sin escuchar el Happy de turno, aunque bien happy voy a estar cuando termine. Y, sin embargo, no tan happy, la verdad es que es una lástima tener que pisar por última vez esas aulas para recibir clase. Volveré. Volveré para defender mi trabajo final, y, aunque a día de hoy me resulta una idea cuando menos bizarra, no puede descartarse del todo que alguna vez sea yo quien regrese para dar una clase, o una conferencia. ¿Estoy picando alto? Bueno, no hace falta ser neo-neoliberal para tener ambición. 
Llega el momento del adiós. Mi profesora dijo que soy un espíritu sensible. Es cierto. Aunque, tal vez, debiera serlo algo más para echar una lagrimita ya solo ante la visión de la fotografía que he puesto para enmarcar esta entrada (una foto de Segundo). Podría mandársela a Carmen, para que la analizara en Cuarto Milenio. Algunas de las personas de allí han derivado en fantasmas en mi vida, no porque yo lo hubiera querido así.