domingo, mayo 23, 2010

Sin cerdos.

Sin cerdos y casi sin blog, este no es mes muy lucido para la creación aunque eso ya lo había advertido, el que viene tampoco lo será, al menos hasta el 18. Esta semana no me he puesto con la novela; aún estoy a tiempo, pero me resulta ridículo quitar tiempo a la carrera teniendo en cuenta que luego podré escribir casi a diario. He de decir que me quedan un par de semanas de curso (semana y media si contamos con que la última es ligera de clases) y también en dos semanas podré saber sendas notas en las que tengo puesto un listón, a priori, alto. Motivos no me faltan para mantener el ánimo, aunque con este tiempo pre-veraniego me embargue una dulce pereza. Se cumplen treinta años del estreno de Star Wars y he podido ver una escena esperpéntica (y gallega, no en vano de la tierra de Valle Inclán) con Tropas Imperiales desfilando frente a la catedral de Santiago de Compostela al son marcial de las gaitas. Así que solo puedo decir: Que la fuerza os acompañe. Al menos en los exámenes.

lunes, mayo 17, 2010

Día contra la LGTBfobia.


¡Feliz día contra la LGTBfobia, aunque ya termine!

viernes, mayo 14, 2010

LOS CERDOS. Entrega 7.

En regresando a la cocina, Jonás fue directo hacia el congelador. Hasta hace poco vacío, había ocupado la mitad de su espacio con una bolsa de cubitos de hielo del chino y la carne sobrante de aquella lección inicial. El joven supuso que, si durante todos los días del curso regresaba con semejante cantidad de provisiones, pronto el electrodoméstico quedaría saturado. No eran tiempos, con todo, de andar arrojando comida, por muy mal cortada que se encontrase esta. Se imaginó que la mayoría de sus compañeros del taller se hallarían agradecidos si les cediera su carne para repartir entre su numeroso clan. Más allá del filetón, que continuaba casi crudo en su parte interna, Jonás necesitaba refrescarse de inmediato.

Al abrir la puerta del congelador, se encontró con una cucaracha correteando por el borde de la misma, ya que el hecho de que hubiera surgido del interior era poco probable. El insecto desapareció con la misma rapidez con la que había entrado en escena, pero Jonás no pudo refrenar un respingo; el cuchillo, que aún tenía en la mano, se deslizó hacia el suelo sin causarle daño alguno. El joven había ahogado un grito. No sentía temor, sino sorpresa; tampoco le hubiera molestado parecer una asustada damisela, dada su situación solitaria en el cuarto. Era una cucaracha, de eso no le cabía duda, aunque no una de esas clásicas y negruzcas como las que solían aparecer en otros pisos. Aquella le resultó más alargada y de tonalidad marrón, un tamaño medio pero lo bastante considerable como para que le repugnara su presencia en el linde de su almacén de comestibles.

Sintiendo como la llamada de esa raza que había colonizado el piso en una sigilosa invasión, Jonás observó que por el fregadero aparecían otras, esas apenas crías, del tamaño de una hormiga o incluso menor. Superado el instante de aturdimiento, Jonás se dirigió hacia allí. Bichos promiscuos, a la par que tontos, pensó, ellas mismas se han colocado en la trampa y van a caer en su propio Mar Rojo. Accionó el grifo, y el agua las arrastró a través de esas cañerías en las que supuso que tendrían su imperio, por no hablar de otros múltiples escondites de los que el viejo piso andaba sobrado. Algunas escaparon por el suelo y Jonás cogió la escoba para barrer su existencia. No obstante, en la desbandada la mayoría se le esfumaron y el joven, resignado y negándose a que ese imprevisto ataque le fuera a disuadir de su objetivo principal, abrió el congelador sin temor alguno y se aprovisionó de un par de piedras.

Jonás no necesitó de muchas conjeturas para imaginarse que la cocina era el bastión fuerte de los insectos, así que en el salón se sentía ajeno a ellos, el whisky le bastó para ahogar sus escrúpulos e incluso dedicó el primer trago a esa numerosa, si bien indeseada, comunidad de compañeros de piso. Se había puesto a cenar al lado de la ventana, aunque su comida no es que se viera lo bastante ligera como para aliviarle el calor. Mientras engullía el filete, un par de chorrillos de sangre le bajaban por las comisuras de los labios, dando fe de que lo había dejado en su peculiar punto. Decidió hacer una pausa para llamar a su padre, desconociendo si le iba a pillar con mucho o poco trabajo. Él se había mostrado reticente al giro que había dado su vida, y relatarle el asunto de las cucarachas era en cierto modo darle la razón, pero Jonás necesitaba una serie de informaciones concretas que tal vez él pudiera ofrecerle.

Cogió el móvil y llamó al mesón, sin sospechar que en aquel momento su padre lo que se disponía a coger era un cochinillo listo para el asado, otra de esas piezas como las que tanta fama habían otorgado a su establecimiento. Sin embargo, el afán paterno por tener noticias suyas pudo lograr que compatibilizara cerdo y teléfono en el mismo momento, sin cesar de moverse por la cocina.

- ¡Jonás! ¿Qué tal? Estoy un poco liado, hijo, pero dime, ¿cómo te apañas?

- ¡Hola, papá! Perdona, me imaginé que tendrías curro aunque no sabía cuánto. Solo quería preguntarte una cosilla sobre el piso.

- A ver si te puedo ser de ayuda, porque últimamente no es que haya parado demasiado por allí…

- Ya- Jonás no sabía muy bien cómo abordar el tema de los bichos justo cuando su padre estaba cocinando- El caso es que… ¿Tú sabes si aquí solía haber… cucarachas? Bueno, el caso es que quizá sea un problema del bloque de viviendas, o solo que hayan salido por el calor, el caso es que me ha parecido ver unas cuantas, no es que sean una plaga pero bueno…

Aunque Jonás no pudiera observarlo, su padre frunció el ceño, sujetando el teléfono contra el hombro mientras preparaba al puerquito para su sesión de horno. Al poco reaccionó ante el asunto.

- ¡Ah! Claro, ahora me lo imagino, pero es que ya hace tiempo de eso. Fue tu abuela. Antes de enfermar guardó un cesto de patatas vete a saber dónde, por una de esas estanterías debajo de la cocina, y cuando quise darme cuenta eso se había convertido en un festín de cucarachas. ¡Y no creas que no intenté librarme de ellas! Eché polvos, eché insecticida pero nada. No se si las que has visto vendrán de ahí o será cosa de ahora, en todo caso vas a tener que echarle paciencia, ya me cuesta mantenerlas a raya aquí mismo…

Jonás comprendió. Había acudido a su progenitor buscando una respuesta fácil, que no había hallado. Es por eso que aquel pudo reconvenirle, como había imaginado.

- De todos modos te avisé de que no te metieras en ese cuchitril, lo que tendríamos que hacer es venderlo y que el que venga luego que apechugue con las cucarachas y con lo que haga falta. Jonás, ¿al menos te está sirviendo de algo estar allí?

- Bueno, he empezado un curso de auxiliar de carnicería.

Auxiliar de carnicería. En el tono en el que lo había dicho, resultaba hasta pedante y todo. Fue un error, lo supo, una carta mal jugada y mejor hubiera sido mentir, pero el whisky y el calor le estaban haciendo bajar la guardia. Se imaginó a su padre quedándose atónito. O, mejor dicho, desilusionado, aunque sus palabras resonaron por el teléfono con tono comprensivo.

- ¿Auxiliar de carnicero? ¿Qué es eso? Si de cortar carne se trata, para eso te hubieras quedado aquí para que te enseñara yo, que tú vales para eso y para mucho más.

- Es para ir tirando- objetó Jonás, tratando de recular a destiempo- No estoy muy instalado aún aquí, quiero ir poco a poco con mis experimentos…

En el fondo, él no quería dar explicaciones lógicas porque no sabía si podría encontrarlas. La lógica no era el sentido que le había acompañado durante aquel viaje. Es posible que su padre lo supusiese, por ello tampoco quería insistir demasiado.

- Mira, Jonás, si lo que quieres es estar un tiempo fuera me parece bien. Los jóvenes se cansan de estar aquí y tú has trabajado mucho, hijo, pero tampoco me extrañaría mucho si tras el verano te veo otra vez por acá.

- Uf… No se, papá, aún es pronto para saber eso. Ya te digo que ni siquiera he sacado los cacharros de trabajo, a ver si me pongo ahora con ello. Ya estamos en contacto, igual me escapo para allá un fin de semana, igual me tienes que dar clases particulares porque esto de partir no me viene de familia…

Jonás sonrió. Lo de volver un fin de semana era una excusa, pero lo de las clases en verdad lo hubiera deseado, para volver al taller demostrando al monitor sus progresos.

- Muy bien. Un beso, hijo.

- Igual. Ciao!

Jonás se metió otro trozo sangrante en la boca, meditando que, antes de tomarse otro whisky, bueno sería adentrarse en el maremágnum que tendría que ser su laboratorio, no fuese que las nieblas y la digestión le anclasen a aquella mesa.

domingo, mayo 09, 2010

LOS CERDOS. Entrega 6.

- A la hora de cortar filetes – comenzó el monitor- tenéis que estar muy atentos al juego de muñeca. Colocáis la base del cuchillo en la carne y luego lo dejáis deslizar suavemente hacia abajo para que vaya cortando la pieza. No hace falta presionar con fuerza, tan solo girar la muñeca con suavidad y que corra. ¡Suave y que corra!

¡Suave y que corra!, se repitió Jonás como un mantra, observando si los movimientos del maestro hacían honor a sus indicaciones. Amarrando el trozo de carne con la mano enguantada, con la otra colocó en efecto la parte final del cuchillo encima y deslizó el filo de forma limpia, hasta sacar un filete delgado al que pronto hicieron compañía otros dos de la misma consistencia. El monitor cogió uno entre los dedos para mostrarlo a sus aprendices de ejemplo.

- Las señoras suelen preferir filetes finos, para empanar o para hacer flamenquines, por ejemplo. A menudo os los pedirán así, acostumbraos a cortarlos delgados.

Antes de la clase los asistentes habían tenido que firmar en un listado, ya que cierto número de ausencias conllevarían no obtener el diploma. El monitor repasó las fotografías por encima, tratando de quedarse con aquellos rostros encuadrados por la misma visera.

- A ver, Jonás- anunció- Te ha tocado.

¡Oh, mierda!, pensó, si bien exhibiendo una sonrisa cohibida en la que expresaba sencillez y una disculpa por adelantado previendo que su suerte de primerizo iba a ser nula. No supo en ese instante por qué fue escogido para abrir la terna, quizá porque su nombre no destacaba por lo habitual, aunque los de algunos de sus compañeros latinos tampoco se quedaban cortos. Jonás fue aleccionado sobre cómo colocarse el guante metálico y afilar el cuchillo, antes de ponerse a la tarea. Su hendidura en la carne dio buen resultado, pero guió la senda del cuchillo de forma tan desviada que al final lo que salió de allí fue un filete estrecho en punta que luego se fue ensanchando hasta alcanzar un dedo de grosor. Jonás, avergonzado, cogió la considerable pieza y la colocó junto a las que había extraído el carnicero, deseando que quedara disimulada como una gorda y amorfa hermana de estas. El monitor, dulcificando una mirada de disgusto, le dio una palmada en el hombro.

- Bueno, no está mal- comentó- No está mal para un león, claro. ¡Menudo filetón! Pero bueno, en la primera vez tampoco pido milagros. Recuerda: ¡suave y que corra!

Jonás asintió, mientras regresaba al corro. No estaba acostumbrado a ser el blanco de la sorna de sus maestros, aunque este había estado bastante suave, como el movimiento de su muñeca, por ser el primer intento.

- Ariadna Velászquez- llamó luego, y la colombiana, que antes de comenzar ya se había metido en el bolsillo a casi toda la clase, se adelantó con un Ay mamasita y una mueca guasona

Sin embargo, cuando se puso a cortar lo hizo con seguridad, concentración y desgajó dos finas piezas que por poco alcanzaban la perfección de las que había puesto el maestro de muestra. Claro que ella no tenía la menor intención de presumir; acabada la tarea, retornó su semblante risueño.

-¡Vaya!- comentó el monitor, sin querer dar mucha sensación de asombro- Tú ya tenías experiencia en esto, ¿verdad? Bueno, todos podéis aspirar a imitarla, con un poco de técnica y bastante de paciencia.

- Con paciencia y salivita se la metió el elefante a la hormiguita- apostilló Ari, provocando la carcajada general. No así la de Jonás, quien consideró, con cierto prejuicio por su parte, que en su destreza los factores del sexo y de su nacionalidad habían ayudado en buen grado.

No obstante, tuvo que cambiar esas ideas más tarde, porque no había un perfil homogéneo para el buen cortador de filetes. Algunos hombres también demostraron buena mano, y alguna mujer también le acompañó en preparar carnaza para los animales del circo.

El azar quiso luego gastarle una broma provocando que, durante el reparto del género cortado, su propio filetón le cayera en el lote, algo de lo que no fue consciente hasta que llegó a su casa. Jonás enrojeció ante la osadía de aquella pieza que insistía en perseguirle, para su humillación, y decidió sacrificarla aquella misma noche. No era de tomar carne para cenar, mucho menos con aquel tiempo sofocante, pero decidió que digerir aquel mazacote sería más ligero que digerir el fracaso que había sufrido. ¡La primera en la frente! Cogió una de las vetustas sartenes de su abuela y al menos agradeció que hubieran incorporado la modernidad de unas placas de vitrocerámica. Puso el fuego al mínimo y dejó que el trozo de carne se fuera cocinando de forma muy lenta. Por fortuna se encontraba solo y no tendría que dar explicaciones a nadie que se escandalizara porque el corazón de aquel filete estuviera crudo cuando se dispusiera a sacarlo al plato. Jonás sonrió con desprecio, recordando al hipotético receptor de sus artes como carnicero.

Las señoras, las señoras… Bah. ¿Por qué tendría que preocuparse él de ese ente informe llamado las señoras, y su ansia de filetes finos que esconder bajo la capa del rebozado, quizá convirtiéndolos en esos flamenquines cuya definición trató de recordar, sin fortuna? La perfección en aquel arte era tan relativa como en cualquier otra. A fin de cuentas, aquel mundo había pasado de la rotundidad de unas carnes a lo Rubens al estado rayano en la anorexia que imperaba en la actualidad; o, mirado de otro modo, su filetón no hubiera desentonado junto a un cuerno de cerveza en el festín de un jefe vikingo, mientras que ahora era despreciado por las modas que imponían aquellas señoras que, quizá, no distarían mucho de los clientes del mesón de sus padres. Por favor, este filete no está demasiado pasado… Esos degustadores de suelas de zapato con las que él se complacería en golpearlos.

Pues no, a él le gustaba la carne poco hecha y pensaba tragarse ese filete regado, para desquitarse, con una buena cantidad de whisky. Trasteando por la cocina descubrió un cuchillo parecido al que habían utilizado en el curso, y un afilador. Creyó que era el momento de hacer los deberes y, aunque no le fue posible llevarse una pieza de ternera en la mochila, al menos los instrumentos los tenía al alcance para practicar su juego de muñeca, como si se tratara de meter una pelota de golf.

Amarrando el cuchillo con cuidado, Jonás salió de la cocina y atravesó el salón, que aún estaba bastante vacío y él no tenía previsto utilizarlo en gran manera. Todos los trastos de su mudanza los había trasladado a una habitación anexa, a un dormitorio ahora sin uso que iba a convertir en un laboratorio sui generis. Aparte de un televisor, varias sillas y una estantería con recuerdos familiares, el mueble de mayor provecho era una mesa situada al lado de la ventana que daba al patio, la cual estaba abierta para contrarrestar el sofoco. Allí era donde Jonás se dispondría a dar buena cuenta de la pieza que había dejado al calor.

Su piso no era demasiado grande, no había lo que se pueda denominar un pasillo, así que al final del salón se abrían tres puertas, una daba a su dormitorio, otra al cuarto en el que tenía pensado trabajar y la tercera al baño, bastante reducido, en el que el lavabo, el retrete y la ducha se disponían seguidos, casi tocando los unos con los otros. Jonás se colocó enfrente del espejo, de perfil.

- Suave y que corra. Suave y que corra- iba musitando, al tiempo que repetía el movimiento que les había enseñado el monitor.

Tras cuatro o cinco intentos, se sintió bastante ridículo y abandonó. Lo que es la técnica no le parecía lo más complejo del mundo, pero sin materia en la que ponerla en práctica su ejercicio se quedaba corto. Decidió volver para comprobar cómo iba el filetón.

martes, mayo 04, 2010

Alterada tensión.

Parece que este comienzo de mayo se me está atragantando otra vez, no por la fiebre ni la garganta sino por la tensión, que la tengo casi por los suelos sin que llegue a comprender por qué. Suerte que, en estos altibajos en los que va para arriba, estoy lo bastante animado como para escribir aquí. Quizá tenga que ver con los bruscos cambios de temperatura, de hasta veinte grados, que hemos estado sufriendo estas semanas. Si el tiempo está fucking crazy, nada raro que esto repercuta en nuestro organismo, y no se dice en vano que la primavera la sangre altera. Con todo, espero que esto termine pronto porque ya la semana que viene empezará el festival final de curros.
Ayer vi una película iraní llamada Nadie sabe nada de gatos persas. El título es una metáfora que alude a los ocultos músicos underground de ese país, tipos que cantan hevay metal en un establo con vacas o que rapean a lo persa en lo alto de un edificio en construcción. Cualquier lugar es bueno para hallar libertad en el régimen teocrático. A propósito del título, recordé cuando el presidente del país dijo algo así como que nadie sabe nada de homosexuales allí. Quizá sea pronto para que hagan una película sobre ese aspecto, pero semejante disparate (ya que la homosexualidad existe en todas partes, y desde mucho antes que el Islam) podría ponerse en relación con el de Evo Morales. Evo y Mahmud, o como huevos se llame, podrían formar un dúo cómico al estilo de los Morancos y hacer giras mundiales, tal vez mejor en el estilo de Martes y Trece y su número de Soy maricón, maricón de España... Lo curioso es que el alcohol está prohibido en Irán, pero teniendo el opio de su religión, del que abusan en demasía, ¿qué más se puede querer? El eco de esas sandeces debiera llegar hasta la tumba de Alejandro Magno, para que reviviera y fuera a conquistar Persia y arrojar a toda esa horda de mamarrachos a alguna isla desierta en la que montar su Utopía particular, una sociedad en la que hombres y pollos heterosexuales pudieran vivir en armonía. En fin. La próxima vez buscaré algo más alegre, que cosas así no creo que suban la tensión.

sábado, mayo 01, 2010

LOS CERDOS. Entrega 5.

II

Jonás Virgil tuvo que esperar algunos días antes de ingresar en el curso de auxiliar de carnicero. Mientras tanto, se dedicó a realizar breves incursiones por la ciudad, entre el turismo y la necesidad, que eran sofocadas por el propio sofoco, el cual le llevaba a guarecerse en la fresca vaciedad de su piso, aún algo lejos de ser habitable. Tuvo que pasar el trámite de una entrevista más, con la seleccionadora de personal de los supermercados Apolo, pero esta no prestó tanta atención a las circunstancias personales de Jonás y se comportó como lo que su aspecto sugirió al joven: una afable matrona vestida con una especie de traje negro de la cabeza a los pies, como si la oscuridad formara parte un agujero cósmico destinado a absorber parte de su abundante materia. Por alguna informal razón que Jonás no llegó a comprender, su entrevistadora en un momento dado se sentó en la mesa de trabajo a repasar documentación varia, desde entonces ya no pudo mostrar demasiada atención por sus palabras.

A partir de su cintura, la mujer desarrollaba como dos contenedores de grasa excedente, dos jamones en los que el tocino hubiera cantado victoria en su batalla contra lo magro. Jonás, que desde su llegada había estado malcomiendo más por desidia antes que por miseria, contempló aquella gran reserva y fantaseó sobre la posibilidad de que, tras la entrevista, viniera una parte práctica para probar su pericia con el cuchillo, teniendo que extraer un tasajo a modo de liposucción in situ. Pero él, que no albergaba la menor intención antropófaga, empezó a imaginar otras tiras de panceta, de origen porcino, dorándose en aquella vetusta cocina de su abuela que aún no había estrenado. La idea del cursillo se le hizo más apetitosa ante esa delicia virtual…

La entrevista tuvo lugar en un hipermercado de la cadena, situado a unas diez paradas de metro del domicilio de Jonás, el cual también disponía de un aula destinada a la formación. Para aprovechar el paseo más allá de ese mero trámite, el joven se prometió comenzar a tomarse en serio su tarea de hombre soltero con casa a medias y compró algunas viandas en el que sería su futuro taller. En la sección de bebidas espirituosas, Jonás se detuvo cierto tiempo en la fila de las botellas de whisky. Se decidió por una de calidad ligeramente superior a la media de lo que un joven de su posición podría permitirse. Quería bautizar su morada con un licor con ínfulas de nobleza, sin llegar a la ostentación. Respecto a los hielos, los imprescindibles cubitos, no necesitaban llegar hasta esa categoría. Los múltiples establecimientos regentados por chinos, alrededor de su barrio, bien podrían suministrarle la frescura en la que se fuera diluyendo aquel brebaje.

Un par de jornadas más tarde, cuando ya había recibido pero no desempacado su bata de científico al igual que el resto de sus aperos, Jonás se vio envuelto en otros albos ropajes, también en forma de bata pero esta destinada a una actividad inédita hasta entonces en él. Sobre la bata se había atado un delantal de un tono verduzco oscuro, y remataba su uniforme una gorra con el distintivo de los supermercados Apolo. Jonás se contempló de esa guisa ante el espejo de los aseos del hipermercado. Temió en principio que iba a quedar convertido en un mamarracho, y que si acaso podría colgar esa instantánea junto a su título como doctor, ilustrando las piruetas que el destino le había marcado; luego convino que, pese a una delgadez progresiva, el disfraz prestado le confería cierto grado de virilidad, aunque le faltaba un elemento imprescindible: el cuchillo.

Bajó por las escaleras de servicio hasta el aula, la cual se mantenía dentro de una temperatura fresca que vivificó sus sentidos. No era una clase al uso, como las de su facultad, si acaso una especie de almacén reconvertido en sala de despiece con espacio más que sobrado para los veinte o treinta alumnos que iban a asistir al taller. Al fondo comunicaba con la cámara frigorífica, fuente de la materia prima a trocear, y en la parte central había dispuestas unas alargadas mesas metálicas, con superficie a prueba de cortes. En un extremo se encontraban otros elementos como una máquina para picar la carne, un fregadero de cara a las tareas de limpieza y otra mesa rectangular con una báscula y rollos de papel para embalar las piezas al final de cada sesión. Colocadas de forma más o menos ordenada pudo ver otras partes básicas del instrumental: toda clase de cuchillos, afiladores, fregonas dentro de cubos, etc.

Alrededor de la mesa principal había un revoltijo de batas, gorras y delantales como los suyos, entre el grupo pudo distinguir al monitor. Supuso su cargo porque era la única figura que no iba tocada con visera, pese a que hubiera sido un disimulo a su alopecia, y más por su actitud antes que por la edad. El alumnado no era homogéneo, aunque ese factor tampoco lo había esperado Jonás. El número de mujeres superaba por poco al de hombres, y la mitad de los presentes denotaban un origen latinoamericano. Respecto a la edad, varios parecían haber sobrepasado ya el ecuador de su existencia, Jonás los etiquetó como parados con poca expectativa, dados sus años, de obtener un nuevo empleo. En el otro extremo también había dos o tres adolescentes con el aspecto de compatibilizar esa ocupación veraniega con sus estudios, o quizá no los cursaran y aquella fuera su primera experiencia en el mundo laboral.

No catalogó, pues, al maestro cocinero por su edad; pese a la calvicie le echó unos cuarenta, quizá no cumplidos. Era de estatura media, bien formado sin llegar a fornido. Se encontraba saludando y bromeando con los alumnos, Jonás percibió en él un buen gracejo castizo, no exento de mala leche como pronto podría comprobar; una persona simple, en un sentido no peyorativo de la palabra, ese fue su juicio a priori. No se sentía muy a gusto a las órdenes de alguien así, quizá por un aristocrático sentido de su dignidad que se cuidaría de mostrar mientras estuviera dentro de aquel reducto.

Jonás, aunque su objetivo al trasladarse a esa ciudad no era el de hacer amigos, procuró guardar las formas y se acopló al grupo al estilo de una onda concéntrica. A su llegada le envolvió un halo de carcajadas, alumnos y monitor tenían la vista fija en el foco que las provocaba. Era una mujer latina, estaba en la treintena bien larga, rasgo que más tarde dejaría patidifuso a Jonás cuando se enteró de que era abuela. Más allá de su condición familiar, respondía al nombre de Ariadna Velásquez y era de nacionalidad colombiana, como algunos de sus compañeros allí. Ari, así la llamaban todos, era gruesa pero no en demasía, remataba su bonachona figura con un pelo corto, de punta y teñido de rubio con briznas rojizas, aunque en ese momento estuviera cubierto por la gorra reglamentaria.

Todo su ser desprendía, de forma generosa, un vitalismo y una jocosidad que a Jonás le recordó a comportamientos similares que ya había podido notar en personas de su vecindario. Dentro de la algarabía que provocó en la sala, él no se sintió contagiado de su humor procaz, aunque no pudo evitar lucir una sonrisilla cuando le llegaban retazos de sus chistes verdes. No obstante, el monitor pronto quiso ir al ajo y se hizo acompañar de un par de muchachotes para traer la carne desde la cámara frigorífica. A su regreso el monitor plantó sobre la mesa un trozo rosáceo y de estructura más o menos cilíndrica. A falta de empezar con las clases teóricas y merced a lo visto en el mesón, Jonás lo identificó como ternera. Antes de ponerse a la tarea, el monitor se enfundó en la mano izquierda un guante de protección, formado con una malla metálica, requisito obligatorio a menos que quisieran correr el riesgo de que el número de sus dedos bajara de la decena. Cogió luego el cuchillo fileteador y se puso a afilarlo con esmero, dispuesto a enseñar a sus alumnos la lección inicial.

El corro de pupilos, antes tan alborotador, se alineó en fila para atenderla. Jonás meditó que, en el fondo, la sala no distaba tanto de parecerse a un laboratorio; precisando más, a una sala de disección. Ellos, discípulos enbatados, iban a asistir al análisis de un cadáver animal, al menos de una de sus partes. Jonás, acostumbrado en sus estudios a tratar con partículas infinitamente más pequeñas, se mostraba expectante.