domingo, agosto 31, 2014

La mochila de ida y vuelta.



Si hay algo que me resulta evidente tras todos los viajes, de mayor o menor distancia, que he realizado, es que el entusiasmo de cara a los mismos es susceptible de variar a cada instante, desde la idea que se tiene en mente hasta el propio momento en que se sube a cualquiera que sea el medio de transporte utilizado. Eso me sucedió el domingo pasado en Picos de Europa, aunque conseguí llegar hasta allí, como demuestra la foto. Por una serie de circunstancias externas e internas, entre las que destacan una planificación mejorable y las deficientes comunicaciones de la montaña leonesa, al final perdí las ganas de dormir allí. Una parte de mí quería permanecer a toda costa, en honor a los viejos tiempos y en honor al compromiso que había adquirido con mi amigo. Dicho compromiso, no obstante, se puede cumplir en cualquier momento mientras permanezca viviendo aquí. También en invierno, cuando el monte resulta majestuoso en otras tonalidades. Y, por lo que respecta al pasado, hace una semana también recuperé un poco el espíritu de antiguas excursiones, aunque fuera brevemente. No tuve estómago para probar ninguna de las sabrosas viandas que nos sirvieron, pero sí fuerzas para llegar hasta el cercano mirador desde el que tomé esa instantánea. Con el móvil. Ni siquiera tuve ganas de abrir la mochila y sacar la cámara. Una mochila de ida y vuelta, ese fue el símbolo más penoso para mí. 
De todos modos, no es ninguna tragedia, ni ninguna novedad. En alguno de los escasos campamentos que realicé (yo guardo bien mi privacidad y los campamentos la anulan), una chica de origen extranjero, creo recordar, y generosas carnes logró llegar a la cima de una montaña, y yo no. Desde luego que yo no discrimino a nadie por sus kilos de más, pero siempre me resulta curioso ver a alguien así trotando peña arriba, más aún cuando me sobrepasa y me deja en tierra. Habría que puntualizar que yo sí podría haber logrado llegar, pero a mi ritmo. Tensión baja, pulsaciones altas, sensibilidad al calor. ¿ Cabe añadir algún elemento más para señalar que a mí me gusta más la montaña de lo que le gusta a mi cuerpo? Sí, claro está. El vértigo. Si en ese mismo campamento no logré descender un muro arrastrando el culo pared para abajo, como para escalar el Muro con punzones para el hielo. Con todo, el espíritu de los Abrasadores es el de la perseverancia y la superación de las dificultades, sin pretender convertir esto en un espacio de autoayuda al estilo de Napoleon Hill. Y ya hoy mismo iba a madrugar para subirme al autobús de Posada y pasar el día allí, pero mi amigo terminó su trabajo en la zona y ahora lo desempeña en Valporquero. Hoy no era buen día para vernos, pero habrá más fines de semana. El verano no es la única época para salir fuera. Y, por lo que a mí respecta, no es la mejor, aun siendo consciente de que para muchas personas es la única en la que se lo pueden permitir. 
En septiembre todavía se puede combinar playa y montaña. León y Asturias son regiones muy propicias para ello. Asturias, por otra parte, es mi primera parada para el doctorado. Fuera de plazo, estoy esperando, con la mediación de una de las supervisoras del programa, a ver si en la oficina pertinente me contestan a mi solicitud de ingreso tardío (tardío por la estrechez del propio plazo que imponen). Agosto es un mes bastante parado para esos trámites, así que ya solo por eso me alegro de que mañana comience septiembre. Hay otras opciones no muy lejanas, Salamanca o Madrid, así como otras, nacionales o internacionales. En el extranjero, lo que he podido comprobar hasta ahora, no solo escasean las plazas de Humanidades, sino que los requisitos que ponen me resultan algo sobredimensionados, una mera criba. ¿Tanta demanda hay? No importa. Ya tengo una idea bastante clara acerca de mi investigación, ahora solo me falta la plaza. Llegará, si todo va bien en los próximos meses, y cuando la tenga será un gran alivio para mí, un descanso más placentero que el levantarse de la arena y sacudirse la arena de los pies. Y de todas las partes del cuerpo. 

domingo, agosto 17, 2014

El Gran Hotel Budapest / The Gatekeeper.

En la comedia de época de Wes Anderson, que pude ver hace algunos días, la trama es coral, con numerosos cameos de actores famosos que le otorgan cierta apariencia de Torrente intelectual, pero el protagonismo recae en un relamido conserje de hotel, siempre atento a las formas y a saber ganarse el favor de sus clientes (con métodos un tanto discutibles en lo que respecta a las damas de edad avanzada). Me vino a la cabeza anoche esa figura ficticia al entrar en un hostel de León. Tras haber visitado varios en Suecia, ayer solo iba de visitante, lógicamente, pero fui retenido en el vestíbulo por los rudos modales de un cancerbero en chándal, sin identificación y que no llegaba ni al cero con cinco por ciento del glamour que desprendía el personaje de El Gran Hotel Budapest. Hay categorías, claro. No es lo mismo un hotel de lujo, real o inventado, que un lugar con escasas comodidades y pensado, sobre todo, como espacio de tránsito en el Camino de Santiago. ¿Será que el hecho de ser atendido con buena educación también se compra, como las alpargatas o el desayuno?
Si lo que el hermano lego pretendía era recordarme las normas, bien  pudiera haberlo hecho de forma más efectiva. Su incompetencia profesional es la misma que se sufre en otros establecimientos hosteleros de la ciudad (bares, restaurantes, etc.). Recuerdo la imbecilidad absoluta de la dueña de un bar del Húmedo, que nos echó de una mesa de su bien extendida terraza, para prepararla de cara a servir cenas. Quizá ganó una cena de algún guiri o algún turista nacional, y mientras tanto perdió para siempre a dos consumidores de León que, no solo no van a volver a poner los pies allí para tapeo, sino que tampoco van a llevar a nadie, ni mucho menos recomendarlo. En el próximo informe sobre el estado de la hostelería, que se prevé malo debido a un tiempo no propiamente veraniego y a la recurrente razón de la crisis, estaría bien hacer un poco de autocrítica. Si hay establecimientos que pierden clientes, en muchos casos será simplemente porque se lo merezcan. 
A mí cosas así ya no suelen amargarme las salidas, si bien en ocasiones aspiraría a transmutarme en un Jaime Lannister amenazando con decapitar a taberneros o taberneras insolentes (al menos cuando tenía las dos manos). Y la salida de anoche, ya lo creo, tuvo un final muy digno. En el rico catálogo de juegos de mesa de nuestro pasado reciente había uno llamado Atmosfear, que no es lo que podría considerarse bonito pero al menos sí bastante original en su momento por la mezcla de terror y carácter interactivo con un grotesco personaje: El Gatekeeper, que nos ponía diversas pruebas, arrojando al agujero negro a quienes fallaran, e iba degenerando tanto física como mentalmente a medida que el tiempo del juego iba llegando a su final, arrojándonos insultos como ¡Gusano! o ¡Braga! (¿O era Plaga?). 
Anoche también me acordé del Gatekeeper al ver a ese guardián de las puertas. ¿Acaso se creyó que iba a robar a los peregrinos, quienes, como todo el mundo sabe, suelen guardar un potosí debajo de sus conchas, con perdón? Puestos a ponernos pijos, lo mejor hubiera sido sacar un billete de cien euros en el acto y pedir la mejor habitación. Ninguna de allí vale cien euros, cierto, así que con las vueltas le hubiera encargado una botella de champán bien fría para cuando volviera horas después, del brazo de un par de scorts de más o menos lujo. Al menos el lenguaje del dinero es universal, tanto como el del cine. 

domingo, agosto 10, 2014

Hacia el monte.


Si este blog se llama como se llama se debe a aquellas excursiones veraniegas del siglo pasado (no recuerdo ahora si alguna llegó a celebrarse en el presente), a aquellas acampadas de primos y de algún amigo por la montaña de León. Esta tierra quizá carezca de otros recursos, pero de monte no se puede quejar. Hacia el monte hemos tirado siempre desde la infancia. Y no es que seamos cabras, aunque alguna vez nos poseyera el espíritu del cornudo animal, con gran riesgo para nuestra integridad física. Sería la suerte, o algún elfo benéfico que velaba por nosotros, el caso es que nunca hubo accidente a destacar.
Se tira hacia el monte y, por ende, hacia la naturaleza. Incluso en las llanas tierras de Escania aproveché yo para disfrutar un mes viviendo en una casa rodeada de bosques y ríos, constituyendo esto la mayor ventaja de aislarse en el apartado Furulund. Ese fue mi pueblo para mí, que ni siquiera tengo pueblo en León. Ahora, en este cruce de caminos en el que he vuelto (temporalmente y porque no queda otro remedio) a ostentar la ubicua etiqueta de ni-ni, considero que una liberadora visita al monte sería lo mejor antes de que comience septiembre, el mes en el que todo, sea con matices académicos o no, vuelve a ponerse en marcha. 
Puesto que un amigo se encuentra en Posada de Valdeón por motivos laborales todo agosto, qué mejor razón para regresar un par de jornadas al camping que ya fue testigo de nuestras aventuras veranos atrás. Ese es el plan más factible para las dos próximas semanas, sin descartar que en septiembre, se haya solucionado o no el tema del doctorado, podamos ir a la playa antes de que haya proclamar eso de que el otoño is coming. Hacia el monte, siempre, en San Isidro, Yosemite o cualquier loma con algo de pendiente. Ahí tenemos nuestras raíces, y las raíces de este propio espacio.