sábado, marzo 28, 2015

Primavera plena.



Sería toda una obviedad, cuando no una cursilería, decir que la primavera supone un renacer. Sin embargo, en estos dos últimos años ha traído consigo al menos un par de estimulantes cambios en mi vida. El año pasado, su inicio coincidió con el de una nueva amistad cuya presencia ahora añoro, por ejemplo en días como este en el que tan bien lo podríamos pasar tomando unas sidras o paseando por ese par de calles Quiero-Ser-el Húmedo bautizadas como Ruta de los Vinos. ¡Vuelve pronto al viejo continente, amigo, si no este año para el que viene! Cuando comenzó la presente primavera, se produjo no tanto un cambio como una confirmación, merced a otro amigo cuya figura permanece estrechamente asociada con la del primero. Tras un invierno en el que no pudimos coincidir por razones varias, al fin lo hicimos en un prototípico día de la estación, con su astro solar iluminando terrazas. Por cierto, qué gusto la plaza de San Martín casi vacía. El reverso de lo que sucederá desde hoy hasta dentro de ocho días. 
Llega una primavera plena de proyectos: tesina, trabajo repe de Teoría Feminista (tengo que agradecer a la seño que me diera esa opción, pues considero que va a quedar algo mucho más sólido), concurso literario para el cual acabo de comenzar un relato largo o novela corta, como gusten, algo en todo caso más breve de lo que veo conveniente; no obstante, tal vez las elipsis vengan bien en su estructura de thriller... También hay buenas noticias, como las ayudas al doctorado en Género y Diversidad. Van  a salir en Sábado Santo, rara cosa, y, aunque imagino que no será nada fácil obtenerlas, su mera existencia ya resulta positiva. Me aplicaré todo lo que pueda en la gestión, aunque, por fortuna, mi cuenta corriente se está manteniendo bastante estable este año. 
Hablando de este tema, hoy tuve un encuentro curioso en el cajero automático. No con el homeless que se echaba siestas vespertinas allí, por lo visto ya desahuciado del lugar, sino con una madre y su hijo pequeño. Este, aburrido de la gestión, se entretenía leyendo una tarjeta que habían dejado ahí. Todo normal, salvo que la tarjeta contenía un anuncio del tipo: servicio completo, treinta euros, cariñosa, no te arrepentirás... Ejem. El chaval leía en voz alta, la madre pasaba del tema y yo me esforzaba en contener la risa. ¡Quién tuviera un corazón tan puro para leer algo así como quien lee una redacción del cole! Bueno, al menos parece que no se metió la tarjeta en el bolsillo. 
He cumplido mi objetivo de no pasar la Semana Santa entera en León. Conste que no tengo nada en contra de tan señalada fecha, pero aquí, en mi santuario, estoy aprovechando para avanzar en todos aquellos frentes antes citados. Ya habrá lugar para cuatro o cinco días de darse codazos contra la gente. Y sin limonada, a menos que hayan inventado alguna light. Algunas de mis arrobas sobrantes ya me abandonaron en invierno, como sucede con los osos. No las echo de menos y ni siquiera los esporádicos excesos, más cazurros que carbayones, están logrando que regresen. Así sea. 

viernes, marzo 13, 2015

El ciclo hobbit se cierra (a priori).


Quizá suene ridículo confesarlo, pero la otra noche tuve un sentimiento de orfandad bastante profundo. No solo porque se cerrara la trilogía dedicada a El Hobbit, sino por todo lo que ha supuesto la saga de Peter Jackson, seis filmes a lo largo de trece años. Irónicamente, la primera de estas películas llegué a verla, por segunda vez, en Parque Principado, ahí donde me estuve cebando hace poco más de una semana. Hemos crecido con ellas. Yo al menos. Sospecho que este es el verdadero final, no creo que Peter se atreva con otras obras menos conocidas, o más complejas, de Tolkien. Seguro que le daría otra úlcera, definitivamente no puede ser bueno perder treinta kilos o así en tan poco tiempo. 
El sentimiento melancólico venía motivado, también, por los recuerdos que me trae el capítulo inicial de la trilogía: mi favorito, y no solo porque lo viera en Copenhague. De todo ello hablaba en mi obra Escania, cuyo subtítulo hacía un guiño explícito a la novela y las películas. Por cierto, hoy he terminado el borrador de otra novela, la que he venido escribiendo estos meses a pesar del doctorado. La escritura académica debe ser compensada con la creativa, bajo mi particular punto de vista. Seguiré hablando en el futuro de esa novela, ahora me centraré en despedir a Bilbo Bolsón, que en esta tercera parte aparece por duplicado, al igual que las figuritas que tengo el cuarto de León: joven frente a maduro. 
Después del interminable (e inventado) clímax de la segunda parte, con el dragón Smaug, otro de mis personajes favoritos, lo cierto es que la tercera entrega se me hizo cortita. ¿Un poco eyaculación precoz, aunque el símil no sea apropiado? Es, casi toda ella, batalla. Luego está el amor interracial, enano-elfa, invención asimismo de los guionistas como era de esperar. La elfa, cabe decirlo, se enamora del enano más guapo de todos, casi el único guapo y, curiosamente, el único que tiene rasgos afeminados pese a la barba. El resto, que se fastidien. Bombur, ya tendrás tu oportunidad (o no, con el amor a la comida ya tienes bastante). 
Para darle un sentido cíclico a la cosa, llegué a pensar que podría volver a Escandinavia para ver la última entrega. No solo para eso, claro está, sino dentro de un programa de doctorado. No salió, los requisitos varían bastante de una nación a otra, pero no me importa. Aquí en Oviedo estoy fenomenal. Verdadero santuario de la creación es este, como he podido comprobar hoy mismo y sigo comprobando, escribiendo en este blog unas líneas más. Y luego está el concurso literario de la universidad, un chivatazo que me dio mi compañera de piso y doctorado, Cristina, para entregar un relato largo (o novela corta) de entre 50 y 70 folios. Es factible. Me será difícil parar, o cortar, como siempre, pero puedo hacerlo. Si no para ganar un hipotético premio, al menos para mantener vivo el espíritu de la escritura de ficción, que en Oviedo no me ha abandonado ni un instante a lo largo del otoño y de este agonizante invierno. 

jueves, marzo 05, 2015

Lujuria alimenticia.


Ayer me desplacé al mall de extrarradio. Si bien no tan monstruoso como los que describe Vicente Verdú en El planeta americano, sí al menos una digna copia para una ciudad mediana como esta. Entre la comida, la merienda y la cena se estableció una conexión cósmica, si se permite una expresión a lo Íker. Cierto, el almuerzo fue oriental y las dos siguientes comidas de carácter nórdico o sueco (más o menos), pero no debe olvidarse que en Suecia fui, en más de una ocasión, al bufet oriental, puesto que era una de las alternativas más baratas a la hora de comer fuera. Y porque dicha comida me encanta, desde luego. He comprobado una especie de regla de oro en todos los bufés libres, sean del tipo que sean: en ellos siempre descubro a más de una persona gorda, gorda de solemnidad, no tan solo con unas arrobas sobrantes. Conste que yo no pretendo discriminar a nadie ni menoscabar el orgullo con el que algunas de estas personas se reivindican (¡las ballenas nos comemos a las sirenas!) pero, francamente, el hecho de tener acceso ilimitado a la comida no debiera ser excusa para llenarse los platos de forma obscena, por acumulación antes que por selección. Lo mío sí que fue selectivo. Una comida de pajarito, picoteando un poquito por allí y por allá: lo que puede verse en la foto, además de una brocheta de sepia y vegetales cocinada al wok (lo cual justifica el nombre del lugar), fideos fritos y cerdo agridulce. Ah, y té chino, faltaría más, que fue en uno de esos restaurantes donde me aficioné a ese benéfico brebaje. En todo caso, la globalización ha llegado también a esta clase de lugares; ya no solo es que, para quienes no gusten de las delicias orientales, hubiera otras opciones poco sanas, de la categoría tapas fritas del Húmedo (patatas, croquetas, rabas, empanadillas), sino que había incluso ¡un jamón para que la gente se cortase allí! Como en cualquier tasca, vaya. Bueno, al menos obtuve la energía necesaria para ir al Ikea. 


Dado que iba allí buscando una pizarra, cosa que hubiese encontrado mejor en cualquier papelería y que allí no encontré, supongo que la excusa para la visita fue comprar arenque, sill, como el que tomaba en Furulund, con su pan de centeno y el snaps que ya había adquirido en la primera visita. Lo que sobró, a todas luces, fue la merienda. Ni siquiera necesitaba merendar, con el wok ya había tenido para rato. No todas las sensaciones se pueden recrear en la distancia, así que, además, el perrito caliente que tomé no se parecía demasiado a los suecos: la salchicha debiera haber sido el doble de larga que el pan, o así, y la textura más plástica. Suena masoquista, cierto, pero a mí me gustaban de ese modo. Hablando de Furulund, pude incluso retomar la tradición de brindar con el snaps, ahora con mi compañera de piso. De forma leve, por supuesto. Somos investigadores, nuestras neuronas deben aguantar mucho. Por lo que respecta la jornada de hoy, que ha comenzado temprano, toca ración de antioxidantes y desintoxicantes para compensar. Cuando este fin de semana vuelva a León, volveré decidido a desterrar los huevos rotos del bar conocido como Huevos Rotos (se llama de otra forma, pero da igual). Es una tradición, pero una tradición que dejaremos en el 2014. Ye lo que tiene.