miércoles, agosto 21, 2013

El Madrid surreal y bochornoso.


No tengo remedio. Me hice una especie de autopromesa, la de no permanecer en el piso de Madrid más allá de cinco días, mientras no se solucionara, al menos, el problema de la fuga de agua, ya que no el de poder ducharme. No cinco, sino ocho permanecí allí, con un calor como el que había esperado. Yo no soy un rata, aunque en los últimos días me parezca que alguien me lo ha llamado de forma más o menos indirecta (que me equivoque en esto, por favor, pues se trata de una persona a la que aprecio); no obstante, no quise llamar a ningún servicio de fontanería, temiendo que por cualquier nimiedad pudieran cobrarme más allá de esos ciento cincuenta euros que me cundieron para toda la estancia. A fin de cuentas, estamos hablando de un piso que apenas ya se utiliza, por lo que la posibilidad de arreglarlo, y el desembolso que conlleva, debe analizarse con más calma. 
¿Que hace calor en agosto en Madrid? Es como decir que lo hace en el infierno. Ya me tocó a mí trabajar en la capital durante ese mes, y bien lo sabéis por el blog. No es una circunstancia que fuera a echarme para atrás. Ni a mí ni a los miles de turistas que se agolpaban para poder ver la exposición de Dalí en el museo Reina Sofía. El artista, gran experto en marketing, estaría encantado de ver esas colas que parecían dignas de un concierto de una estrella de la música o similar. No conseguí ver la exposición junto a Oli. El primer día, la postergamos para después de comer; por la mañana habíamos visitado el Caixa Fórum (que ya es de pago) para entrar en una muestra sobre el visionario del cine, George Meliés, si es que lo he escrito bien. De vuelta a Atocha, no quedaban entradas. El domingo, tampoco. Y eso que la hora era más temprana, a mediodía. Con todo, pudimos acceder gratis para ver el Gernika, que siempre es una experiencia sobrecogedora y, al ser tan grande, no hay que abrirse paso casi con los codos, como me sucedió con Dalí. Finalmente, el jueves pasado, festivo, llego a las diez y media de la mañana, y tras tres cuartos de hora de cola consigo la entrada, establecido el pase a la una y media. Nadie crea que, por eso de compartimentar las horas, las salas estaban más vacías. Ni en sueños, es la exposición más masificada que he visto en la vida, y es una pena, porque estaba bastante bien organizada. Lo más ridículo fue ver a dos trabajadoras del museo chistando a la gente para que hablara más bajo, como si los cuadros sufrieran por el ruido, y pretendieran hacer creer a esos turistas en chanclas que estaban visitando una iglesia. Si no querían jaleo, tendrían que haberse planteado la exposición de otra manera, o subir la entrada de ocho a veinte euros... 


Tras salir del museo me di un paseo nostálgico, y caluroso casi hasta la extenuación, hasta el barrio de la Latina, pasando por mi antigua calle de Gasómetro, con la casa donde viví y el Telepizza en el que curré. No fue el único punto que me refrescara la memoria, pues en la calle de la Paloma, donde tomé esa foto con los monigotes, estaba el portal en el que residían, hasta hace pocos meses, Nacho y Jessica. Los bares de ambiente del barrio, como el que existe al lado del portal, se habían sumado a las fiestas de la Paloma con una sucesión de coloridas vírgenes y alguna drag queen animando al personal, lo cual daba una estampa como de película de Almodóvar en los años ochenta. 


Yo me tomé un vaso de sangría y continué caminando hasta hallar un sitio para comer que estuviese fresquito, y no se limitara a ofertar los grasientos productos que suelen destacar en las barracas al aire libre que se alineaban por las calles de la feria. Lo que hubiera dado entonces por llegar a la llamada playa de Arganzuela, que no debe pillar lejos de mi barrio, pero, aunque visité el Madrid Río, no pude caminar demasiado por las mismas y soleadas razones. Podría ser peor, desde luego, podría estar ahora mismo allí, con alerta naranja, y añorar las nieves eternas de Furulund, por fortuna he regresado a León y puedo afirmar, desde aquí, que Legazpi es un barrio más interesante de lo que puede parecer a simple vista. 


El Matadero es el buque insignia cultural del mismo; por desgracia, en agosto estaba prácticamente clausurado, pero al menos pude comprobar que tenía wi-fi gratuito, sin necesidad de ir a ningún bar a gastarse la tela para mandar algún que otro whats up. Y, respecto a Madrid Río, como podéis ver resulta un buen sitio para desconectar y pasear, si bien tenía, en ese tramo, poca arboleda para resguardarse del sol, por lo cual no pude ir muy lejos y me quedé en una terraza tranquila, con un precio como el que se acostumbra en Madrid y sin ni siquiera invitar a un cuenco de alpiste, supongo que lo que se paga es la vista... 


Por cierto, qué ironía me resulta, visto ahora, el nombre de la cerveza. El Matadero, nombre asimismo irónico para un centro cultural, queda al fondo de la estampa, al otro lado del río. La visita me ha parecido satisfactoria y bien aprovechada, sin importar el sudor, las carencias acuíferas y el surrealismo alrededor del surrealismo de algunos momentos. Al menos no hubo cucarachas. Bueno, cierto es que, si viniera otra plaga, apenas encontraría ya qué comer en toda la cocina, así que mejor que escojan un objetivo más suculento...