sábado, mayo 01, 2010

LOS CERDOS. Entrega 5.

II

Jonás Virgil tuvo que esperar algunos días antes de ingresar en el curso de auxiliar de carnicero. Mientras tanto, se dedicó a realizar breves incursiones por la ciudad, entre el turismo y la necesidad, que eran sofocadas por el propio sofoco, el cual le llevaba a guarecerse en la fresca vaciedad de su piso, aún algo lejos de ser habitable. Tuvo que pasar el trámite de una entrevista más, con la seleccionadora de personal de los supermercados Apolo, pero esta no prestó tanta atención a las circunstancias personales de Jonás y se comportó como lo que su aspecto sugirió al joven: una afable matrona vestida con una especie de traje negro de la cabeza a los pies, como si la oscuridad formara parte un agujero cósmico destinado a absorber parte de su abundante materia. Por alguna informal razón que Jonás no llegó a comprender, su entrevistadora en un momento dado se sentó en la mesa de trabajo a repasar documentación varia, desde entonces ya no pudo mostrar demasiada atención por sus palabras.

A partir de su cintura, la mujer desarrollaba como dos contenedores de grasa excedente, dos jamones en los que el tocino hubiera cantado victoria en su batalla contra lo magro. Jonás, que desde su llegada había estado malcomiendo más por desidia antes que por miseria, contempló aquella gran reserva y fantaseó sobre la posibilidad de que, tras la entrevista, viniera una parte práctica para probar su pericia con el cuchillo, teniendo que extraer un tasajo a modo de liposucción in situ. Pero él, que no albergaba la menor intención antropófaga, empezó a imaginar otras tiras de panceta, de origen porcino, dorándose en aquella vetusta cocina de su abuela que aún no había estrenado. La idea del cursillo se le hizo más apetitosa ante esa delicia virtual…

La entrevista tuvo lugar en un hipermercado de la cadena, situado a unas diez paradas de metro del domicilio de Jonás, el cual también disponía de un aula destinada a la formación. Para aprovechar el paseo más allá de ese mero trámite, el joven se prometió comenzar a tomarse en serio su tarea de hombre soltero con casa a medias y compró algunas viandas en el que sería su futuro taller. En la sección de bebidas espirituosas, Jonás se detuvo cierto tiempo en la fila de las botellas de whisky. Se decidió por una de calidad ligeramente superior a la media de lo que un joven de su posición podría permitirse. Quería bautizar su morada con un licor con ínfulas de nobleza, sin llegar a la ostentación. Respecto a los hielos, los imprescindibles cubitos, no necesitaban llegar hasta esa categoría. Los múltiples establecimientos regentados por chinos, alrededor de su barrio, bien podrían suministrarle la frescura en la que se fuera diluyendo aquel brebaje.

Un par de jornadas más tarde, cuando ya había recibido pero no desempacado su bata de científico al igual que el resto de sus aperos, Jonás se vio envuelto en otros albos ropajes, también en forma de bata pero esta destinada a una actividad inédita hasta entonces en él. Sobre la bata se había atado un delantal de un tono verduzco oscuro, y remataba su uniforme una gorra con el distintivo de los supermercados Apolo. Jonás se contempló de esa guisa ante el espejo de los aseos del hipermercado. Temió en principio que iba a quedar convertido en un mamarracho, y que si acaso podría colgar esa instantánea junto a su título como doctor, ilustrando las piruetas que el destino le había marcado; luego convino que, pese a una delgadez progresiva, el disfraz prestado le confería cierto grado de virilidad, aunque le faltaba un elemento imprescindible: el cuchillo.

Bajó por las escaleras de servicio hasta el aula, la cual se mantenía dentro de una temperatura fresca que vivificó sus sentidos. No era una clase al uso, como las de su facultad, si acaso una especie de almacén reconvertido en sala de despiece con espacio más que sobrado para los veinte o treinta alumnos que iban a asistir al taller. Al fondo comunicaba con la cámara frigorífica, fuente de la materia prima a trocear, y en la parte central había dispuestas unas alargadas mesas metálicas, con superficie a prueba de cortes. En un extremo se encontraban otros elementos como una máquina para picar la carne, un fregadero de cara a las tareas de limpieza y otra mesa rectangular con una báscula y rollos de papel para embalar las piezas al final de cada sesión. Colocadas de forma más o menos ordenada pudo ver otras partes básicas del instrumental: toda clase de cuchillos, afiladores, fregonas dentro de cubos, etc.

Alrededor de la mesa principal había un revoltijo de batas, gorras y delantales como los suyos, entre el grupo pudo distinguir al monitor. Supuso su cargo porque era la única figura que no iba tocada con visera, pese a que hubiera sido un disimulo a su alopecia, y más por su actitud antes que por la edad. El alumnado no era homogéneo, aunque ese factor tampoco lo había esperado Jonás. El número de mujeres superaba por poco al de hombres, y la mitad de los presentes denotaban un origen latinoamericano. Respecto a la edad, varios parecían haber sobrepasado ya el ecuador de su existencia, Jonás los etiquetó como parados con poca expectativa, dados sus años, de obtener un nuevo empleo. En el otro extremo también había dos o tres adolescentes con el aspecto de compatibilizar esa ocupación veraniega con sus estudios, o quizá no los cursaran y aquella fuera su primera experiencia en el mundo laboral.

No catalogó, pues, al maestro cocinero por su edad; pese a la calvicie le echó unos cuarenta, quizá no cumplidos. Era de estatura media, bien formado sin llegar a fornido. Se encontraba saludando y bromeando con los alumnos, Jonás percibió en él un buen gracejo castizo, no exento de mala leche como pronto podría comprobar; una persona simple, en un sentido no peyorativo de la palabra, ese fue su juicio a priori. No se sentía muy a gusto a las órdenes de alguien así, quizá por un aristocrático sentido de su dignidad que se cuidaría de mostrar mientras estuviera dentro de aquel reducto.

Jonás, aunque su objetivo al trasladarse a esa ciudad no era el de hacer amigos, procuró guardar las formas y se acopló al grupo al estilo de una onda concéntrica. A su llegada le envolvió un halo de carcajadas, alumnos y monitor tenían la vista fija en el foco que las provocaba. Era una mujer latina, estaba en la treintena bien larga, rasgo que más tarde dejaría patidifuso a Jonás cuando se enteró de que era abuela. Más allá de su condición familiar, respondía al nombre de Ariadna Velásquez y era de nacionalidad colombiana, como algunos de sus compañeros allí. Ari, así la llamaban todos, era gruesa pero no en demasía, remataba su bonachona figura con un pelo corto, de punta y teñido de rubio con briznas rojizas, aunque en ese momento estuviera cubierto por la gorra reglamentaria.

Todo su ser desprendía, de forma generosa, un vitalismo y una jocosidad que a Jonás le recordó a comportamientos similares que ya había podido notar en personas de su vecindario. Dentro de la algarabía que provocó en la sala, él no se sintió contagiado de su humor procaz, aunque no pudo evitar lucir una sonrisilla cuando le llegaban retazos de sus chistes verdes. No obstante, el monitor pronto quiso ir al ajo y se hizo acompañar de un par de muchachotes para traer la carne desde la cámara frigorífica. A su regreso el monitor plantó sobre la mesa un trozo rosáceo y de estructura más o menos cilíndrica. A falta de empezar con las clases teóricas y merced a lo visto en el mesón, Jonás lo identificó como ternera. Antes de ponerse a la tarea, el monitor se enfundó en la mano izquierda un guante de protección, formado con una malla metálica, requisito obligatorio a menos que quisieran correr el riesgo de que el número de sus dedos bajara de la decena. Cogió luego el cuchillo fileteador y se puso a afilarlo con esmero, dispuesto a enseñar a sus alumnos la lección inicial.

El corro de pupilos, antes tan alborotador, se alineó en fila para atenderla. Jonás meditó que, en el fondo, la sala no distaba tanto de parecerse a un laboratorio; precisando más, a una sala de disección. Ellos, discípulos enbatados, iban a asistir al análisis de un cadáver animal, al menos de una de sus partes. Jonás, acostumbrado en sus estudios a tratar con partículas infinitamente más pequeñas, se mostraba expectante.

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