domingo, agosto 17, 2014

El Gran Hotel Budapest / The Gatekeeper.

En la comedia de época de Wes Anderson, que pude ver hace algunos días, la trama es coral, con numerosos cameos de actores famosos que le otorgan cierta apariencia de Torrente intelectual, pero el protagonismo recae en un relamido conserje de hotel, siempre atento a las formas y a saber ganarse el favor de sus clientes (con métodos un tanto discutibles en lo que respecta a las damas de edad avanzada). Me vino a la cabeza anoche esa figura ficticia al entrar en un hostel de León. Tras haber visitado varios en Suecia, ayer solo iba de visitante, lógicamente, pero fui retenido en el vestíbulo por los rudos modales de un cancerbero en chándal, sin identificación y que no llegaba ni al cero con cinco por ciento del glamour que desprendía el personaje de El Gran Hotel Budapest. Hay categorías, claro. No es lo mismo un hotel de lujo, real o inventado, que un lugar con escasas comodidades y pensado, sobre todo, como espacio de tránsito en el Camino de Santiago. ¿Será que el hecho de ser atendido con buena educación también se compra, como las alpargatas o el desayuno?
Si lo que el hermano lego pretendía era recordarme las normas, bien  pudiera haberlo hecho de forma más efectiva. Su incompetencia profesional es la misma que se sufre en otros establecimientos hosteleros de la ciudad (bares, restaurantes, etc.). Recuerdo la imbecilidad absoluta de la dueña de un bar del Húmedo, que nos echó de una mesa de su bien extendida terraza, para prepararla de cara a servir cenas. Quizá ganó una cena de algún guiri o algún turista nacional, y mientras tanto perdió para siempre a dos consumidores de León que, no solo no van a volver a poner los pies allí para tapeo, sino que tampoco van a llevar a nadie, ni mucho menos recomendarlo. En el próximo informe sobre el estado de la hostelería, que se prevé malo debido a un tiempo no propiamente veraniego y a la recurrente razón de la crisis, estaría bien hacer un poco de autocrítica. Si hay establecimientos que pierden clientes, en muchos casos será simplemente porque se lo merezcan. 
A mí cosas así ya no suelen amargarme las salidas, si bien en ocasiones aspiraría a transmutarme en un Jaime Lannister amenazando con decapitar a taberneros o taberneras insolentes (al menos cuando tenía las dos manos). Y la salida de anoche, ya lo creo, tuvo un final muy digno. En el rico catálogo de juegos de mesa de nuestro pasado reciente había uno llamado Atmosfear, que no es lo que podría considerarse bonito pero al menos sí bastante original en su momento por la mezcla de terror y carácter interactivo con un grotesco personaje: El Gatekeeper, que nos ponía diversas pruebas, arrojando al agujero negro a quienes fallaran, e iba degenerando tanto física como mentalmente a medida que el tiempo del juego iba llegando a su final, arrojándonos insultos como ¡Gusano! o ¡Braga! (¿O era Plaga?). 
Anoche también me acordé del Gatekeeper al ver a ese guardián de las puertas. ¿Acaso se creyó que iba a robar a los peregrinos, quienes, como todo el mundo sabe, suelen guardar un potosí debajo de sus conchas, con perdón? Puestos a ponernos pijos, lo mejor hubiera sido sacar un billete de cien euros en el acto y pedir la mejor habitación. Ninguna de allí vale cien euros, cierto, así que con las vueltas le hubiera encargado una botella de champán bien fría para cuando volviera horas después, del brazo de un par de scorts de más o menos lujo. Al menos el lenguaje del dinero es universal, tanto como el del cine. 

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