jueves, diciembre 04, 2014

Vuelve el mar.



Esto más que una entrada va a parecer un reportaje fotográfico. ¡Ye lo que tiene! Uno no ve un paisaje así todos los días, al menos si no vive en ciudades como Gijón. Y conste que Oviedo me encanta, pero, al igual que León, le falta el mar. Yo, que no tengo espíritu de hipster pero sí me gusta el exclusivismo en ciertos campos, prefiero pasear por la playa cuando no hay nadie. Por ejemplo, hace dos años también en noviembre, por Malmö. Entonces estaba lloviendo, y no había absolutamente nadie en la playa. En Gijón, por el contrario, no llovía y el tiempo permitió que, si no abarrotada, la arena sí estuviese poblada por varios paseantes, en realidad más perros que personas. Resulta curioso, porque en verano no se ve un chucho. En el agua, tan solo algunos surfistas. La ocasión mereció que hiciera lo que casi nunca hago: ¡un selfie! (Mejor sería hablar de autorretrato, que es un término bastante familiar gracias a la tradición pictórica). 


¡El mar! Tenía ganas de verlo, ya que no lo hice en verano. No me bañé, pero me mojé los pies. Ya puede verse. No llevaba muda, y tuve que transportar la arena hasta el piso, como un canelo. Alguna ola traicionera así lo quiso. 



Era la semana del Festival de Cine de Gijón, pero no vi ninguna película. Eso no quiere decir que no me imbuyera del espíritu del certamen, había algunas casetas con libros relacionados con el cine y yo adquirí, a precio rebajado, uno editado por el festival a propósito del eterno enfant terrible, Larry Clark. 




Hubo un sitio que me faltó de ver en Suecia. No es ningún monumento histórico ni natural, ni siquiera es necesario viajar allí para hacerlo pues se trata del Ikea. Fui allí y, envuelto por los efluvios de la nostalgia, comencé a soltar pasta con demasiada alegría. Eso sí, a precios españoles, no suecos. 


No faltaron las albóndigas, con salsa de arándanos y bandera incluida. En realidad, me hubiera bastado con ese plato para comer, al margen del menú. Hasta que llegué al restaurante, me perdí por ese leviatán diseñado para perderse, de hecho. Para la casa compré solo baratijas, la parte del león vino en la tienda de alimentos puesto que, claro está, disponían de cosas que tomaba allí en Suecia y que en España no son fáciles de conseguir: el glögg, vino navideño, las botellitas para el snaps y, por supuesto, los rollos de canela. Para no naufragar, dejé en el tintero el arenque (se toma con el snaps, pero me traía sin cuidado allí y me trae sin cuidado aquí) y tomar un perrito caliente con textura de goma, pero delicioso sabor, en la cafetería. Tiempo habrá, para eso y para el bufé asiático del Parque Principado. Desde luego que, al salir del coloso sueco, ya no quise fundirme más presupuesto allí, pese a visitar la Fnac y alguna cadena de ropa no vista aún. 


Espero que a raíz de estas fotos no se piense que me estoy dedicando tan solo a hacer turismo (incluyendo el turismo de centro comercial). Han sido mis dos únicos viajes, el primero a media hora y el segundo tan cercano que fui en autobús local. El doctorado va bien, salvo algún despiste en los horarios debido, en parte, a la inconstante conexión a Internet que por el momento tengo. Nada que no se pueda arreglar, supongo... Demos por finalizado el reportaje, que ya me está entrando hambre de ver las albóndigas. 

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