miércoles, febrero 16, 2011

ORACIÓN POR EL TRIUNFO DE LA PUREZA (y II).

Debo agradecerle, al menos, que no estropeara el libro. En la biblioteca de León, en otros volúmenes de esta temática, me he encontrado insultos cobardicas, realizados desde la comodidad del anonimato, quizá por otro reprimido. A fin de cuentas, son personas que saben con qué clase de libros van a encontrarse, lo saben por la información de la cubierta. Si no les gustan, ¿entonces por qué los sacan? ¿Por qué los leen, si es que llegan a leerlos enteros? Es una pena que no hagan algo para detectar a esta gentuza. Deberían pagar un libro nuevo, y que les retiraran el carnet. No tengo por qué ir leyendo comentarios ajenos, aunque a veces sean muy significativos desde el punto de vista sociológico.

Lo cierto es que a veces me da pena pasar por la biblioteca. Una cosa es hablar en voz baja y otra en muy alta, y además por el móvil. En ocasiones ni siquiera los propios empleados dan ejemplo en ese sentido. Y, respecto a los visitantes, hay gente que no va a leer sino a calentarse, cosa que me parece bien pero creo que hay establecimientos más señalados para ese fin. El tipo que dejó ese marcapáginas bien podría ser asiduo de otra zona de la biblioteca… los servicios. Allí solo entré una vez, y salí rápido ya solo de ver las pintadas que había. Decoración acorde, si acaso, con una estación de autobuses, etc., no con un templo del saber. Allí, este anónimo y piadoso lector bien podría mantener relaciones sexuales fugaces y sin mayor riesgo, riesgo para su reputación me refiero, al igual que el personaje del libro. A este respecto, sigo pensando que hay lugares más señalados, quizá en esta ciudad tampoco muchos donde elegir.

Me he limitado a plantear una serie de suposiciones, para las que no tengo respuesta. La tendrían los seres inertes, si pudieran hablar. Las puertas de los servicios, los viejos y sobados ejemplares de la biblioteca pública… Sí, si los libros pudieran hablar acerca de sus lectores, ¡cuántas historias interesantes sabríamos, a veces mucho más que las propias que ellos contienen! Al menos por lo que se refiere al libro encuadernado de papel, dudo que pudiera decirse lo mismo acerca de las pujantes ediciones en formato digital. Si me hubiese descargado, legal o ilegalmente, El lenguaje perdido de las grúas, ahora no tendría un nuevo marcapáginas en mi colección que, al margen de su desatendida petición de pureza, por lo menos me recordará la indirecta senda por la que llegó hasta mí, y los insondables misterios de en qué estaría pensando quien decidió colocarlo en dicho libro.

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