domingo, septiembre 30, 2018

El pabellón de los ausentes.

Nadie dijo que fuera a ser fácil. Dejar una docena larga de carteles en el campus no garantiza, desde luego, tener ofertas de trabajo; creo que lo que sucedió en Oviedo me acostumbró mal, cuando solo necesité un par de pasaditas por mi facultad para hallar alumnos estables para todo el curso. Pero no, esto no consistirá en meras pegadas, las estrategias deberán ser más variadas y versátiles. Al menos, eso sí, debo reconocer que mi regreso al campus, ya como virtual profesor que no como alumno, me ha servido para irlo conociendo mejor que cuando estudiaba allí. En mi segunda jornada, comencé guardando un folleto sobre el programa de doctorado de Humanidades (lo hice como recurso, no como admisión de tirar la toalla) para luego dirigirme a Filosofía y Letras, reponer carteles arrancados, tomar el mágico té aguado que dan allí y leer un rato; terminada la sesión nostálgica, llegó ya no la nostalgia, sino el golpe duro de trasladarme a un escenario no visitado hasta la fecha (después de poner otro cartel junto al cuartel general Erasmus). ¿Y qué sentimientos podría despertarme un lugar inédito para mí? Inédito en lo físico, pero no en mi imaginario ni en mi memoria sentimental. 
La facultad de Veterinaria se me presentó como un gigantesco pabellón de los ausentes. Jamás había pisado por allí, pero recordé cómo, allá por 2014, coincidieron en aquel espacio dos personas ahora tristemente desaparecidas, ya sea o no para siempre (¿qué es para siempre? Esa es otra historia). Dos personas que relaciono directa e íntimamente con aquel año, y, de modo muy especial, con el mes de octubre, ese que comienza mañana. Demasiada carga, se me estaba formando un nudo en el estómago del que solo pude irme desprendiendo al trasladarme a Biología, con su inquietante colección de pájaros disecados a lo Hitchcock, y luego a Educación y parada final en la cafetería de arriba. La verdad es que rememorar esos recuerdos de hace cuatro años me lleva a una conclusión poco novedosa; de hecho, es siempre la misma. Hay que aprovechar los momentos, cada instante que tenemos, no importa lo breve que sean. Esto, precisamente, he hecho este fin de semana, e incluso aquellos ratos más, en apariencia, insignificantes y tediosos podrán ser echados de menos, probablemente, en alguna parte del futuro. Al brasileño Robson (una de esas dos figuras), ahora que su nación corre riesgo de involución reaccionaria, le vi por última vez a comienzos del año pasado en Madrid, y lo que daría por tomar un vermut juntos, incluso aunque no me mole mucho el vermut, como aquel con el que cerramos aquella época. Así que nunca está de más un consejo: cuidad de aquellas personas amadas, cualquiera sea el amor que os une, cuidadlas incluso cuando os den la chapa. Nunca se sabe cuándo algún pabellón podrá albergar la memoria de los ausentes. 

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