jueves, agosto 04, 2011

LOS CERDOS. Entrega 45.


Al se encontraba lavando sus manos, sin que en apariencia nadie más se hallara presente en el aseo, cuando Jonás entró como una exhalación, dejándole un escaso margen de reacción para la sorpresa cuando lo descubrió a través del espejo. Jonás agarró a su amigo por la espalda y, arrastrándole hacia un retrete que tenía la puerta abierta, apretó contra su rostro un pañuelo, impregnado en un elixir de fabricación casera que consiguió adormecerlo en pocos segundos. Jonás entornó la puerta del retrete con el pie, mientras sujetaba a Al, quien apenas pudo ya escuchar los susurros que le transmitió su amigo, a modo de disculpa.

- Lo siento, tío… Ya ves, al final se me ha ido también la puta cabeza. Pero volveré, volveré pronto a recogerte.

Al no respondió puesto que se había completado el proceso de sedación y descansaba en brazos de Jonás, con la cabeza caída. Este se propuso dejarlo sentado en la taza del retrete, de tal manera que no hubiera muchas opciones de que se cayera al suelo. No obstante, Jonás escuchó cómo se abría la puerta del retrete de al lado, que él había tenido por vació. Permaneció quieto, sujetando a Al con expectación. Bien sabía que, en estaciones de tren como esa, los retretes podían adquirir usos secundarios que no hacían extraña la visión de cuatro pies bajo la puerta de los mismos; en eso podía consistir su perdición si un guardia de seguridad era el que acababa de salir del habitáculo, pero no fue así. La figura que salió fue directamente hacia el lavabo, no dirigió su mirada hacia el retrete vecino ni siquiera a través del espejo.

De hecho, Jonás no llegó a percibir su mirada, ni el resto de sus rasgos faciales. Al igual que él, llevaba una visera calada, e iba cargando con una mochila zarrapastrosa y más pesada que la suya. Viendo eso, y el chándal que vestía, Jonás podría haber deducido que se trataba de alguien joven, con un tipo delgado; no obstante, no podía estar seguro y tampoco es que le importara mucho pero, en sus circunstancias, sintió un pinchazo de curiosidad por vislumbrar un poco mejor al individuo. No quiso arriesgarse. La puerta del retrete seguía entornada, y él no tenía intención de abrirla ni una rendija más. De lo poco que pudo ver fue que, a la hora de lavarse las manos, el hombre, pues hombre le parecía, dejó junto al grifo un teléfono móvil. Tras secarse las manos de forma mínima, se dispuso a marchar; a Jonás le pareció que fuera a dejarse el teléfono, pero en el último momento lo recogió, saliendo del aseo y provocando simultáneamente un suspiro de alivio por parte de Jonás.


Penélope se estaba retocando un poco delante del espejo, y, pese a la recomendación de Al, estaba tardando más de lo que este hubiera deseado. Con todo, su acompañante no había asomado el hocico para recriminárselo, lo cual estaba enturbiando el rictus de la joven con una sombra de sospecha. Por eso, cuando vio entrar a Jonás no se sorprendió demasiado.

- ¡Buenos días, Jonás!- saludó, con falso entusiasmo- Te esperaba.

- ¿Seguro?- replicó él, vigilando que nadie entrara.

- Te esperaba desde que supe que Al había ido a visitarte anoche. Por cierto, ¿él está bien?

- Lo está- aseguró Jonás, grave- Él es mi amigo.

- Yo creía que también lo era- contestó ella y, sin inmutarse lo más mínimo, empezó a repasarse la sombra de ojos- ¿Vas a matarme aquí mismo? Pues hazlo pronto, no olvides que este es el aseo de señoras.

- Solo quiero que me acompañes. Y que lo hagas pronto, antes de que escandalicemos a alguien.

Penélope guardó sus útiles de maquillaje en el bolso y, dándose la vuelta, se cogió del brazo de Jonás, como si fueran una pareja.

- Muy bien. Iré contigo, no es necesario que me fuerces. ¿Puedo llevar la maleta?

Ella intentaba discernir algo bajo la sonrisa, en apariencia inocente, de Jonás, que le contestó:

- Pues claro. Estamos en una estación, ¿verdad?

Al salir del aseo, se cruzaron con una anciana y, aunque Jonás y Penélope iban a paso ligero, él la reconoció como la vecina que no contestaba a su saludo en las escaleras. Esa vez, fue él mismo quien no la saludó, pero en cambio le dirigió una sonrisilla de disculpa, para que así la anciana pudiera tener una anécdota más que comentar, acerca de los usos secundarios de los retretes que, al menos en esa ocasión, no iban en contra del orden establecido.

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