jueves, marzo 24, 2016

El Silencio.


Hoy me he levantado pronto, rara cosa para un día festivo, envuelto en un profundo silencio. Considero esto necesario, después de la muy extraña semana que he vivido, con estancias en nada menos que cuatro ciudades norteñas, por motivos diversos. Ayer hubo que regresar a Santander, así como volveremos allí al final de esta Semana Santa, y durante el viaje de vuelta sopesábamos la posibilidad de toparnos con la única, que yo recuerde, procesión que pasa por esta calle, la del Silencio. Finalmente no aparcamos en la misma, pero justo cuando yo iba a cruzarla, ya es casualidad, me encontré con el cortejo fúnebre que reflejo en la foto de arriba. Fui respetuoso, al menos por esa vez, y no pasé la calle hasta que hubo un alto en el inexorable camino de los papones. Sí, es esa procesión que lleva el rótulo de Solo hombres, como es lógico por su carácter monacal y conexión con la orden franciscana. Me resulta coherente con el origen medieval de esta tradición. No se puede pedir igualdad en un evento que, por más popular que se pretenda, tiene una estructura tan jerárquica como la Iglesia a la que pertenece. Al menos, eso sí, había espacio para los monaguillos, de los pocos que no iban encapuchados. Hombres y hombrecitos, a lo que se ve. 



Es esta una ciudad de contrastes, desde los rebuznos del Genarín de esta noche (que los hay y bien que los he escuchado) hasta la seca y austera religiosidad del silencio de esta procesión. Es este el espíritu que se pretende en la Semana Santa leonesa, y que las autoridades cofrades se desviven en recuperar. Pero, en fin, lo que tira al final es el espectáculo, y no es de extrañar que anoche tan solo cuatro gatos asistiéramos desde la acera al paso de los hermanos. Una suerte, gracias a ello pude tomar las fotos. Desde un punto de vista estético, reconozco que me gustó el imprevisto encuentro con este desfile de penitentes. Aunque, claro, eso también se debía a la correspondencia con mi estado anímico. Si yo tuviera esas creencias, quizá me pondría asimismo un cruz al hombro y, descalzo o no, me purgaría solicitando el amparo divino, para mí y, en especial, para mis seres queridos. Pero no, yo no estoy en esa comunidad, mucho menos cada vez que algún obispo, urgentemente necesitado del mismo silencio de anoche, abre la boca. Valoro, en todo caso, la metáfora de que cada cual debe llevar su cruz a cuestas. Para lo bueno y para lo malo. De todo ello ha habido en la anterior, intensa, semana. Y de ello seguiré hablando aquí en estos días, supuestamente, libres. 

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