martes, octubre 31, 2017

Crónicas finlandesas, III.


 El último día de Helsinki no hubo Helsinki, en realidad. Dado que la jornada anterior ya había constituido una intensiva ruta por la mayoría de puntos de interés de la ciudad y que íbamos a salir al aeropuerto hacia la una, me limité a hacer el equipaje y disfrutar del hotel, que ya de por sí bien hubiera valido el viaje sin salir un momento de sus instalaciones. En el trayecto de vuelta, estaba todo muy medido. Demasiado, al parecer. El mayor contraste tuvo lugar entre el tiempo que debí esperar en el aeropuerto hasta que salía el avión a Amsterdam, de una a seis, y las cortas escalas para tomar el enlace a Madrid, y, una vez allí, llegar hasta el autobús para León. En el aeropuerto, ni siquiera aproveché ese tiempo sobrante para comprar souvenirs, bastantes llevaba ya. Tampoco para mí, no veía mucho sentido a comprar por comprar. Si acaso, un cuaderno de Tom of Finland... Pero solo tenían café. El vuelo de KLM, a diferencia del de ida, tenía comida, bebida (¡vino blanco nada menos!), incluso un té servido en uno de esos vasos de cartón tan monos como el de la foto.




 Supongo que lo mejor hubiese sido un vuelo directo, aunque no recuerdo bien si los había. De haberlos, hubieran encarecido el ya de por sí elevado pasaje. En todo caso, el primer vuelo llegó puntual, a diferencia del segundo. Una suerte. De haber perdido el enlace, las opciones básicas eran o bien sacar con urgencia un billete para el siguiente trayecto a España, o bien quedarme en Amsterdam reservando alojamiento sobre la marcha. Una opción apetecible, tras haber comprado la guía en Madrid, pero que ni llevaba preparada ni era adecuada para ese momento. No es mi intención viajar en solitario a esa ciudad, el año que viene veremos si surge una oportunidad factible para visitarla en plan bien. La ridícula estancia en el aeropuerto de la ciudad, de menos de una hora, me había traido en todo caso problemas a la hora de acceder a Finlandia. Sin embargo, ningún problema en los controles ni en los enlaces a la vuelta. Desplazamiento final hasta Madrid, con nueva ración de penne, así se llama, y más vino. Lástima que sucediera con una media hora de retraso, al menos.



Pequeños contratiempos que sirven para aprender. Esa noche hubiera querido dormir en Madrid, pero, siendo un día en apariencia normal, las reservas hoteleras estaban muy menguadas. Por esas cosas de la oferta y la demanda, una habitación de hostal en la que ya había estado, que por estos lares rondaría si acaso los 30 euros, allá se había puesto por 300. ¡Una locura absoluta! Y, si bien pensé en principio en avisar a algún amigo o amiga para que me alojaran, al fin me las di de confiado, pensando que llegaría sin problema al bus. Y, cuando no llegué, dado que era día laborable y la mayoría de coleguis allí curran, les pillé en la cama. Despropósitos en cascada, el avión llega tarde, luego toca esperar la lanzadera para la terminal y, para colmo, es en la T4 donde sale el Alsa, por lo que o me hacía la cola de taxis o me subia en el bus gratuito. Error. Más me hubiera valido hacer la cola. Llegué, lamentablemente, con solo unos cinco minutos de retraso. Así que tocaba hacer tiempo de una a cinco, y con una maleta que llevaba como una rémora en el caso de que hubiera querido tomar unas copas, por hacer algo. De todos modos, es Madrid, ciudad en la que he vivido varios años y a la que siempre vuelvo cuando tengo excusa para hacerlo. ¿Qué era pasar tres horas allí, aunque fuese de madrugada? Así podría ver la otra cara, la de la verdadera gente sin hogar, no como yo, que me vi sin hogar brevemente y por simple torpeza. Me hubiese planteado incluso ir a visitar la parroquia del Padre Ángel al lado de Chueca, esa que abre las 24 horas, pero no precisamente pensada en principio para viajantes con los esquemas torcidos. Todavía está el transporte público como no-lugar en esos casos. En búho me fui hasta el viejo barrio de Legazpi, añorando el viejo piso, valorando más que nunca lo que se pierde, admirando la capital dormida en esas calles, el vacío por el que comencé la ruta por el paseo de las Delicias hasta de nuevo Cibeles. Paseo largo para meditar y, una vez llegado a la meta, voilá, búho de nuevo a la estación de bus, que abría a las cinco, y bus a León a las seis. Por primera vez en el año, siesta. Aunque, ¿cabría hablar de siesta si no había dormido? Sueño atrasado, tal vez. Eso fue todo, cero dramas. Y esa fue la espinita que me quité del extranjero, a la espera de ver cómo planifico un año que podría ser crucial, el próximo.

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