sábado, febrero 13, 2016

Crónicas cántabras.


En los formularios de los hoteles se pregunta si viajamos por placer o por negocio. Absurda dicotomía, como tantas otras. El viaje a París fue por placer, qué duda cabe, pero hay otros que no responden a esta categoría, ni tampoco a la de cualquier tipo de negocio. Hace varios años viajé a Santander por motivos de asociacionismo, una estancia entre el activismo y el petardeo, como ese imborrable momento en que fui asaltado por un par de locazas muy pasadas de vueltas. Sin embargo, la ciudad cántabra representa para mí un recuerdo permanente de su hospital, puntero en trasplantes, y que tantas veces hemos visitado por razones familiares. Aceptando las duras así como las maduras, tras el viaje parisino tuve que fumarme otra semana para ir allí, sin haberlo previsto lo más mínimo. En todo caso, me lo puedo permitir. Una de las grandes ventajas del doctorado es su movilidad, al no tener clases (salvo las de formación transversal, que ya he completado). Por lo que respecta a las demás, las de Francés no son obligatorias aunque me fastidia perderlas; las que yo imparto de Inglés gozan de cierta flexibilidad, dada mi condición de pseudo-autónomo...


En todo caso, encerrarse muchas horas en una habitación de hospital no está reñido con romper la monotonía por un método u otro, a veces con pequeños detalles que hay que saber apreciar. El martes cené en un restaurante japonés cercano, de ahí estas fotos de sushi y de mi primer sake. No de los más fuertes que tenían, cierto, pero lo suficiente para secarme en una semana de tiempo horripilante, que continúa así en León, con una galerna que no invitaba a pasear cerca de la playa. 



Hubo ciertos signos de estoicismo en la semana, a juego con la actitud que había que desplegar ante las esperas clásicas de un recinto así. Esperas que, no obstante, hasta ahora han merecido la pena. Se puede tomar ejemplo del maestro Yoda, aunque no sea más que esta versión convertida en botella de agua. Se pueden rememorar, como si ya pareciesen muy lejanos, los días de París a través de una obra que, pese a que hubiese sido lo lógico, no adquirí en Shakespeare and Co. (de hecho, recuerdo que no la tenían): París era una fiesta. 


Y luego queda, siempre, la beatitud del mar. Mereció la pena escoger un hotel sito en el puerto, bastante lejos del hospital, por su tranquilidad y porque me permitió disfrutar de estas vistas. No llegué hasta la playa. Tampoco importa, para eso está Gijón. 




Me toca regresar a Oviedo, donde han surgido posibles oportunidades laborales nuevas y esa tutoría bailona que ha resbalado entre mis estancias francesa y cántabra. Si debo volver a Santander, lo haré sin dudar, además tengo la suerte de que la distancia desde Oviedo es bastante corta. Aprendamos de la naturaleza en la lucha contra la adversidad, aprendamos de esta humilde gaviota que, impertérrita ante el temporal, con un estoicismo digno de analizar, permanece estática, a la espera de no se sabe muy bien qué. 



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