domingo, febrero 07, 2016

Crónicas parisinas VI.



Eros y Tánatos, dulce reposo e inquieto vicio, la serenidad y la saturación de las luces de neón... Llega la última jornada, la de los contrastes en un mismo barrio. Del inframundo a la cima, pasando por unos dantescos círculos de perdición. La muerte no es tan terrible cuando se pasea beatíficamente entre las tumbas, en compañía de una serie de gatos que no tienen el menor pudor de profanar las lápidas echándose una siesta sobre las mismas. El cementerio de Montmartre no es tan célebre como el Pere Lachaise (este último, uno de los pocos puntos que no visité, aparece en el filme colectivo Paris je t´aime); no obstante, gracias a su no tan obvio carácter turístico, estaba mucho más tranquilo aquella mañana de martes. Y no faltaban figuras célebres de todos los ámbitos, como la última morada de Truffaut, que aparece aquí abajo. 


No hace falta referirse al Moulin Rouge, pero sí me detendré en el restaurante Le Chat Noir, abierto en 1881, un siglo antes de que yo naciera. Dado que era el último día, me permití el lujo de almorzar allí. Durante mi paseo por el camposanto, me empezaron a dar algunas punzadas en la cabeza, quizá por todo el kilometraje acumulado. Dado que no quería morir allí, si bien pocos finales más románticos se me ocurren, me obligué a reponer fuerzas antes de ascender al Sacré Coeur. Con un camarero dominicano, no hubo problemas de entendimiento. Primero una sopa de verduras, y luego una especialidad que, según mi libro de texto, no es francesa, sino belga: mejillones con patatas fritas. Menuda pota de mejillones, pardiez. Con todo, lo más caro volvió a ser una botella de agua y un té. 



Continué por el Boulevard Clichy. Si no recuerdo mal, así se llama esta versión ampliada de la calle Montera, con su abundancia de sex-shops que, casi siempre, venden lo mismo. Un poco de prostitución, no demasiado a esas horas, y locales de Live Girls o, simplemente, burdeles, con captadoras a pie de calle. A mí me tocó sufrir a una, menuda chapa. Hablando primero en español, luego en italiano, luego en francés, luego en una mezcla de todos, me abordó para que entrara en un sitio con el inequívoco nombre de All In. La entrada era veinte euros, me lo dejaba en diez por ser yo y, una vez dentro, creí entender que habría servicios suplementarios, como el masaje sexy... Se explayó en argumentos de que si en el resto de antros de Pigalle solo había travestis, o a saber qué más. Yo el único masaje lo quería en los pies, que estaban cantando ópera y suplicando ya un descanso. Como fuera que la mujer entendió mi interés en no perder tiempo por alcanzar la cúpula del pío santuario, o, más bien, porque se arrojó a interceptar a un señor más mayor, cual si hiciese un placaje de la Super Bowl, el caso es que quedé libre de aquella intermediaria del averno. 


A fin de cuentas, nada de lo que ofrecía esa calle era diferente de lo que pueda encontrarme en Madrid, o incluso en Oviedo. Mi última etapa era el Sacré Coeur, y allí me dirigí a través de unas escaleras con otros molestos vendedores de lo que fuese que ofrecieran. 




Tal vez por no ser un lugar tan reconocible a nivel internacional como Notre Dame o la Torre Eiffel (ni tan céntrico), la subida a la cúpula solo me costó cinco pavos. O, quizá, en la entrada viniera incluido el esfuerzo de llegar hasta la misma, a través de unas escaleras de caracol que, a diferencia de las de la catedral, eran tan estrechas que debieran haber puesto un cartel a la entrada: Abstenerse personas voluminosas, de determinado grosor. Arriba, muy poco gente, por fortuna, y la última ración de vista impresionante combinada con vertiguillo de arrimar la espalda a la fría pared. 






Aquí, mi amiga la gárgola en un selfie que se hizo. Por lo que respecta a la entrada al templo, era gratis, si bien imagino que se financiará a través de la gran cantidad de velitas con las que hacer ofrendas en el interior. Yo hice mi óbolo, tenía el día caritativo, tras realizar otra donación en el cementerio. O eso, o que quería librarme de calderilla, el caso es que me llevé de recuerdo mi primer libro en francés. Y no Le petit Nicolas ni nada por el estilo, no. Me refiero a la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. Lo compré en la librería de la basílica, en la que dos empleados estaban partiéndose la caja, haciendo caso omiso de la señal que pide silencio en el interior. Llevaba queriendo leer ese tratado desde que vi reflejadas algunas líneas en relatos de Proust, aquel cuya tumba no pude visitar finalmente. Suelo leer literatura mística, al margen de que comulgue más o menos con sus ideas. ¿Que si lo estoy entendiendo? La mayor parte, sí. Al menos así creo que se aprenden los idiomas. 




Con la locura de Pigalle damos por terminado este primer (espero que no único) viaje a París. Ya al defender la tesina había querido escaparme unos días, pero finalmente fue gracias a la oportunidad brindada por Paco que he disfrutado de la estancia en el primer mes del año. Por lo demás, doy casi por hecho que el verano será para dedicarlo a la tesis con devoción monacal, y ya veremos si hay ocasión de nuevas visitas al extranjero. Una, casi obligada, sería la estancia internacional para el doctorado. Barajo ir a Irlanda. Respecto a ciudades, me gustaría ver Amsterdam. Y no, no por el barrio rojo, cual si yo fuera mi antiguo casero sueco, que fue llevado allí a los dieciséis años bajo la supervisión entusiasta de su propio padre. Por ahora, toca trabajo, estoy con un artículo/ponencia y considero que este viaje me ha inspirado y dado energía para, una vez he escrito ya el esqueleto, completarlo a mi gusto y al de, of course, mi directora. Gracias por acompañarme a lo largo de estas jornadas, con todos los dimes y diretes que me han ocupado en colgarlas aquí. Salut! 

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