domingo, diciembre 10, 2006

Capítulo séptimo: Tragedia en San Isidro.

VII. Tragedia en San Isidro.

Si el prólogo de esta aventura nos proporcionaba un viaje temporal de ruta turística por los parajes de la provincia leonesa, ahora le añadiremos algunos años más y un destino bastante alejado del anterior pero asimismo con un flujo regular de visitantes, la fronteriza estación invernal de San Isidro, a caballo entre León y Asturias, uno de los sitios con más encanto en la infancia de nuestros héroes, ya que sus padres eran grandes aficionados al esquí, desde pequeñines fueron dando pequeños pasitos y más de un tropezón sobre las pistas, sus cuadernos bien daban recuerdo de aquellos fines de semana que pasaban en el hotel Toneo, batallas de bolas de nieve y la mala costumbre de Tis en meter la bota en agujeros donde su pierna quedaba aprisionada hasta que varios de sus primos y hermanos tiraban de él para liberarle. Para el chico siempre fue uno de los parajes naturales con mayor encanto, tanto más en verano, cuando las montañas quedaban desnudas de ese uniforme color blanco y se abría un nuevo horizonte para el ocio, no es extraño que la penúltima excursión de los Abrasadores, nada más regresar Tis de Inglaterra y antes de la que estamos relatando, fuera un par de días en esta zona, durmiendo en un coqueto bungalow para cuatro y realizando rutas hasta los lagos Ausente e Isoba, por el circo del Cebolledo y demás.
Pero no solo en familia viajaron a ese entorno. Casi todos los colegios se apuntaban a regalar a sus alumnos un día en la nieve. Así lo hizo cada cual en su respectivo centro religioso. Tis con los maristas, Juan y Espe en las discípulas y, vamos entrando en materia, Car en las carmelitas, valga la redundancia casual. El recorrido solía ser espantoso, tanto para chavales como para quienes debían cuidarles. Aquel día de marzo del año dos mil treinta y ocho, cercano ya a la primavera y con un clima verdaderamente privilegiado, las hermanas fletaron varios autobuses, tan cutres como los que tiempo adelante y convertidas en nueva congregación las llevarían a Ponferrada. A nuestra vieja conocida la hermana Urraca le había correspondido la peliaguda misión de enfrentarse a la revolución hormonal de los alumnos de último curso. Ella no era de las que se echaban para atrás, nada que ver con la dulce monjita que iba en el autobús en el que una Car de diez añitos, sus amigas y el resto de rapaces circulaban con la mayor ilusión del mundo, tan solo empañada un poco durante la última parte del trayecto, en que las vueltas y más vueltas de la carretera del puerto de montaña causó que algún aguafiestas pidiera bolsas para el mareo. Pero al llegar les esperaba un sol de justicia, reflejado en la nieve de tal manera que la cuidadora no dejó que ningún chico se pusiera los esquís antes de embadurnarles bien de crema protectora. Tis y Car solían ser muy reacios a ella, cierto día en que solo se cubrieron media cara por la impaciencia se quedaron medio quemados de manera bastante cómica. En esta ocasión la chica sí se dejó untar mientras con sus gafitas casi de juguete contemplaba el telesilla que les trasladaría hasta su pista de aprendices, de poca pendiente, el remonte que debían coger para llegar arriba tenía el apropiado nombre de telebaby. Nada más bajar de la silla vieron lo animado que estaba ese sector, pues en la base de las pistas para adultos se encontraba la cafetería, cerca de allí haraganeaban bastantes adolescentes que no tenían mucho interés en el deporte en sí, más bien en lucir mono nuevo y broncearse. La hermana Urraca acechaba de cerca, aunque su aspecto no inspirara mucho respeto, ya que el hábito no quedaba bien para ir a la nieve y se había calzado unas botas y gorrito que se dirían del ejército ruso en la época de los zares. Se había colocado cerca de un grupito al que con toda seguridad ya tenía fichado de antes, tres chicas con aspecto de maniquíes de la nueva temporada invernal y un joven que les hacía la corte, aunque sin recibir mucho a cambio. Una de ellas se quitó sus guantes de piel sintética para sacar el paquete de tabaco, al tiempo que dirigía una mirada de malicia hacia una cuarta amiga que se encaminaba hasta ellos, tras separarse cariñosamente de un chico con bastante más percha que el acompañante adulón. Urraca ya iba a cantarles las cuarenta antes que la enamorada llegara.
- ¿Qué te he dicho de fumar, Paloma?- la regañó.
- Hermana, es tan solo tabaco- replicó ella con descaro.
- ¡No me importa lo que sea! No puedes fumar. Primero, porque no tienes la edad. Segundo, porque estás en una excursión del colegio. Y tercero, porque vivirás menos.
- De algo hay que morir, ¿no?- continuó con la burla.
- Hermana, no se preocupe por nosotros- intervino la recién llegada- ¿Por qué no va a buscar a María? La he visto por allí arriba, no está haciendo nada, se queda sentada con la guitarra y pone cara de estar en otro planeta. Igual se congela.
Este comentario ofendió a la religiosa más que mil cigarros juntos.
- ¿Cómo te atreves ni siquiera a nombrarla, Loli? María es un ejemplo para todas vosotras. Habrá pocas vocaciones, pero la de ella es un regalo de Dios.
- Y está buenísima- protestó el único hombre, siendo ignorado- ¿Por qué ella precisamente tiene que hacerse monja?
Loli sacó también un pitillo, como si se hubieran quedado solas.
- ¿Me das fuego?- preguntó a Paloma- Creo que he perdido el mechero.
- ¿Dónde?
- Ya te contaré- respondió con una sonrisilla.
- ¡Esto es lo que faltaba!- estalló la hermana Urraca- Si creéis que vais a chulearme, cuando lleguemos a León lo hablaréis con la directora. Voy a llamarla ahora mismo.
Y se encaminó hacia la cafetería con una furia acorde con su traje de cosaco, mientras las chicas y el acoplado se burlaban de ella. A edades más tempranas había mayor disciplina, al menos en el grupo de Car, que se guiaba por medio de un par de monitores federados que les ayudaban a bajar. La chica se sentía insegura sobre sus esquís, lo cual resultó extraño para ella porque tenía mayor experiencia que muchos de sus compañeros, habiendo seguido las sabias lecciones del tío Pedro casi desde que pudo mantenerse erguida en dos piernas. Quizá el desayuno se le había revuelto en sus tripas por el traqueteo de la vieja cafetera que les trajo hasta allí.
- Car, ¿no vienes?- la preguntó una amiga que iba a incorporarse al grupo principal.
- Ahora os pillo, ¿vale?- fue su corta respuesta, y la amiga se fue sin extrañarse, ya que sabía que Car esquiaba bastante bien. Y así era, pero ella vio alejarse a sus compañeras con fastidio, allí abajo seguramente harían un descanso para ir a comprarse uno de esos bollos de chocolate y nata que tanto gustaban tanto a Tis como a ella. Refunfuñó, mirando hacia arriba, el imponente pico escarpado que coronaba las pistas con su calvita de piedra. Bajar desde allí sí que sería un desafío, y no la suave cuesta para bebés que no se decidía a tomar. Con rabia cogió impulso para deslizarse por la nieve, pero su enfado la condujo a un error, se vio desplazada hacia un lateral, saliéndose de la pista y llegando hasta un terreno virgen en el que se estrelló contra un montículo nevado, el golpe no fue duro y logró salir de allí, aunque empapada y con el doble de mal genio. En realidad no se había desviado muchos metros de la pista, pero parecía sola por completo, hasta que un rasgueo de guitarra llegó hasta sus oídos, acompañado de un canto suave que apaciguó la fiera que llevaba dentro. Provenía de detrás del lugar en que había tenido su accidente.
Si el camino se hace largo,
si te cansas bajo el sol,
si en tus campos no ha nacido
ni la más pequeña flor,
mira siempre hacia delante,
no abandones tu ilusión,
confía en el Señor.
Glory, glory, aleluya,
Glory, glory, aleluya,
Glory, glory aleluya
en el nombre del Señor.
Descubrió a la cantante, su curiosidad pudo con la educación que le sugería dejar a la chica tranquila en su soledad. Además, su rostro no le era desconocido. Eso sí, hasta ahora no habían intercambiado una palabra. Hasta los niños pequeños sabían quién era María, incluso algunos hacían bromas con ella imitando a los mayores. Esa joven de quince años era el orgullo de las monjas, y por tanto la bestia negra de los alumnos, al menos de los de su edad. Pero no existía el rencor dentro de esa cabecita dorada. Ella siempre perdonaba, era el don cristiano que más veces utilizaba a lo largo del día. Si se fue hasta ese apartado paraje no lo hizo por huir de sus compañeros, sino por buscar ese momento de oración y silencio que el bullicio le negaría. En ese momento, el hábito de su futura orden no tapaba aún su belleza, que era más auténtica que la de los trapitos caros de las otras jóvenes, ella nunca había ocultado las dificultades económicas de su padre, un abrigo de paño de segunda mano la tapaba por completo, la cabellera suelta y brillante, sus dedos se deslizaban por las cuerdas sin importar el frío. Finalmente, Car no pudo pasar desapercibida, y María no solo no se mostró sorprendida, sino que la invitó a acercarse hasta allí con una sonrisa. Car rodeó el montículo para comprobar, con sorpresa, que a poco de allí el terreno se abría de manera abrupta para formar la entrada a una gruta, tan alta que una persona del doble de su estatura podría entrar sin problemas.
- ¿Cómo te llamas?- preguntó María ayudándola a subir para sentarse a su lado.
- Car.
- ¿Car? De Carmen, supongo. Yo soy María. Bueno, ¿y qué haces que no estás con los otros niños?
A ella la sabía un poco mal mentir a esa joven tan agradable, sobre todo porque tenía la impresión que si no decía la verdad la iba a pillar. No obstante, lo hizo.
- No tenía ganas.
- ¡Vaya! ¿No te gusta esquiar? Yo no tengo dinero para esquís. Ni siquiera para alquilarlos. Pero no me quería perder la excursión. ¿Sabes? Aquí arriba tengo más motivos para dar gracias a Dios por las maravillas que ha creado. Pero no quiero aburrirte. ¿Tú crees en Dios?
La niña no se lo pensó un instante.
- Sí. Rezo todos los días antes de dormirme. Y los domingos, cuando volvemos de la excursión por el campo, suelo ir a misa por la noche en San Isidoro con mi madre, mis tíos y mi primo Tis.
- ¡Tis y Car! Vaya, bonitos nombres. Tienes suerte en poder ir a misa con tu familia. Yo me tengo que esconder de mi padre cada vez que voy. Pero bueno, no estamos aquí para pensar en cosas tristes. Hace un día precioso, ¿no crees?
Car observó de nuevo el pico de cabeza de huevo, los rayos del sol le conferían un brillo que pareciera estar de acuerdo con el comentario de María. Sin embargo, pese a la quietud que se vivía en el ambiente, la niña percibió un ligero movimiento allá arriba. Sin que la más leve racha de viento se levantara, había nieve desprendiéndose en la coronilla del pico. No era una gran cantidad, sus ojos apenas podían percibirla a través de las gafitas. Pero se movía. Quizá se estuviera derritiendo por efecto del calor, llegó a pensar, pero era muy poco, y estaba demasiado lejos para preocuparse. Pese a ello, su nueva amiga notó su ansiedad.
- Te has quedado muda de asombro. No me extraña. Somos unas testigos privilegiadas. Podemos estar aquí mientras las fuerzas de la naturaleza guiadas por la mano del Señor convierten la estación de la muerte en la de la vida, derritiendo el hielo y fundiendo la nieve…
- Fundiendo la nieve- repitió Car en un susurro.
- ¿Tienes miedo?
Car señaló el punto que provocaba su inquietud. La nieve acumulada iba aumentando su grosor, y descendía de manera lenta, pero sin detenerse. María se notó algo incómoda, pero luego sonrió como si pensara que la ingenuidad infantil había provocado esas sospechas en su mente.
- ¿Qué va a pasar?- preguntó, poniendo sus manos blanquecinas en los hombros de la niña- Es solo un ligero desprendimiento, ni siquiera llegará hasta aquí.
Allí abajo también reinaba la calma más absoluta, si es que se puede llamar de este modo al jaleo montado en la cafetería. La hermana Urraca llevaba más de diez minutos esperando a cara de perro que una mamá que atufaba con un insistente olor a aceite de zanahoria terminara todos los detalles a la niñera, sin duda una lista considerable, a juzgar por la duración, o tal vez es que no se entendieran por el barullo de gritos y tránsito que pasaba al lado de la pequeña cabina situada en un pasillo. Si no se aclaraban, quizá sería mejor esperar a llegar a la capital para soltarle el rollo a la directora, aparte de lo que hubiera que añadir en el viaje de vuelta, sin duda otra batalla campal digna de recuerdo. Para entretenerse, miró por la ventana hacia el grupo que le había plantado cara. Allí seguían, con sus chismes y risitas. Ella también tendría motivos para alegrarse al día siguiente. Quizá con mamá no se pusieran tan altivas, sobre todo si estaba en juego el ir a la siguiente verbena o participar en el baile de las fiestas del colegio. No, desde luego que ser maestro hoy en día era pagado con crueldad, pero también podía devolverse la misma moneda. Y en breve, porque la mujer del teléfono ya estaba haciendo unos enérgicos gestos con las manos que anunciaban la parte final del discurso. Y acabó, adelantándose la monja con cierta mirada de resentimiento. Pensó que debería ser más buena. A las buenas las colocaban con los niños pequeños, que pueden ser diablillos pero al menos no suelen amenazar con pegar palizas. En momentos como aquel, su único consuelo era pensar en María. Le gustaría saber por dónde se encontraba allí arriba, pero tras esperar tanto no era momento de distraerse, porque en ella tenía confianza ciega, así que marcó el número del despacho de la viejecita directora, lista para desahogarse.
Y su estimada alumna María continuaba en su rincón de ermitaña, recordando lo que Jesús dijo sobre los niños, y que tal vez si un alma cándida como aquella que se había aparecido alertaba de un peligro, no era probable que mintiera, constituyendo quizá hasta una señal divina. Sí, tales eran los pensamientos que se le ocurrían a veces, rebuscados pero en ese caso acertando. Mientras la mayoría de esquiadores continuaban a su rollo, solo esa niña era consciente de que la ola nevada comenzaba pequeña y suave, pero a medida que descendía la ladera su tamaño y velocidad iban a aumentar. ¿No era ese el significado de la expresión? Extenderse como una bola de nieve. En cuestión de instantes, lo que resultó un pequeño punto allí arriba fue creciendo hasta que el alud estuvo a unos metros de ellas.
- ¡Hay que avisar a la gente!- gritó María.
-¡No hay tiempo!- contestó Car, dirigiéndose de modo torpe hacia la entrada de la gruta.
Era cierto. Sus sentimientos cristianos enfrentados con el modo realista de percibir el mundo que tenía aquella niña. Pues si era una señal, debía seguirla. Con su mayor agilidad alcanzó la oscura abertura, pese a que tan solo calzaba unas botas remendadas que se hundían continuamente en el terreno, pero Car cayó a mitad del camino, con los esquís atravesados. El rumor se percibía ya demasiado cerca para no alarmarse.
- ¡Car!
-¡Vete, no te dará tiempo!- sollozó.
- ¡No pienso dejarte ahí!
Por fin había llegado la ocasión de pasar de las oraciones a los hechos, y María dejó atrás esa dulzura habitual para convertirse en una luchadora que se arrojó de un salto para agarrar los guantes de la chica y arrastrarla hacia el único lugar en que estarían a salvo. Gritó de rabia, esas manos delicadas en las que la sangre casi se había congelado tenían que soportar el peso no solo de Car sino de sus botas y esquís, pero el alud estaba frente a ellas. Lo percibió, pero no quiso mirar hacia allí, sino tan solo a los ojos de Car, que tras haber perdido las gafas mostraban todo su miedo pero también un anhelo de esperanza. Cuando el alud pasó sobre ellas, ya habían conseguido traspasar el umbral de la cueva. María, de cuerpo entero. Pero los pies de Car quedaron atrapados por sus botas, a la entrada de la abertura que quedó taponada de nieve. La oscuridad allí era absoluta.
- Pues ya sabe, hermana, esta vez sí aprenderán- comentó como conclusión la hermana Urraca, antes de colgar y acercarse a la ventana para contemplar a aquellos sobre los que iba a caer el peso de la justicia. No estaban por allí. Por lo visto se habían cansado de hacer el vago y también andaban esquiando. Algunos de ellos la reconocieron al pasar por allí, y aprovechando que iban irreconocibles con el gorro y las gafas, ayudados además por la velocidad, la dedicaron un gesto obsceno antes de desaparecer. Urraca volvió a hincharse de enojo, y a punto estaba de coger de nuevo el auricular cuando ocurrió un fenómeno que no pudo comprobar en su magnitud hasta que lo observó después en los medios de comunicación. Solo supo que, literalmente, alguien había echado el telón en la ventana frente a la cual permanecía, y a partir de ahí solo pudieron guiarse por la luz artificial de la cafetería, entre los estallidos de pánico de los presentes.
Cuando el rumor hubo desaparecido, y lo hizo con tanta rapidez como cuando surgiese, María trató de serenarse, primero besó una gargantilla de oro con un crucifijo que su padre en un par de ocasiones había tratado de arrancar a la fuerza, y luego buscó el aliento de la niña para saber que estaba viva, aunque sus jadeos entrecortados la delataban. Había demostrado ser toda una valiente. Lloraba, sí, pero en silencio, y de una manera tranquila. Al menos así lo percibían sus sentidos. No veía nada, pero pasó su mano, ya casi insensible, pensaba que se le caería a pedazos, sobre el rostro de Car, en el que las lágrimas se confundían con toda la nieve de la que estaba empapada, y que la mantenía atrapada hasta los tobillos. Si al menos pudiera desabrochar sus botas, que estaban ancladas a los esquís, pero quizá ya había sacado todas sus fuerzas, hasta de donde no tenía.
Tuvo que tumbarse un momento en el suelo incómodo y pedregoso, para descansar unos segundos y aclararse las ideas. Desistió. Los cantos rasgaban su carne incluso a través de la vieja pelliza. Estaba en un estado tan sensible que no obstante percibió un pequeño objeto que no tenía forma de piedra. Era pequeño y de forma rectangular, al palparlo accionó un botón que hizo que se encendiera, y no era otra cosa que uno de esos mecheros de fantasía que suelen regalar en las ferias, en varios colorines representaba la escena de un mono tocando el tambor. Una tontería de órdago, María no pudo evitar soltar una carcajada, para liberar tensión y también por la alegría del hallazgo, cuya luz llevó para iluminar el rostro de la niña.
- ¡Pequeña Car, Dios aprieta pero no ahoga! Y este chisme, que sospecho cómo llegó hasta aquí, es la prueba. Voy a sacarte de ahí aunque sea lo último que haga.
- María, no es necesario…- gimoteó Car- Ya vendrá alguien.
Pero ella no escuchaba, parecía haber entrado en trance.
- ¿Eres un ángel?- preguntó de repente a la niña, como si fuera lo más normal.
- ¿Yo? En todo caso el ángel serías tú, ¿no? Porque quieres salvarme.
- ¿Cuántas oraciones conoces?
- Bueno… No muchas.
- Reza todo lo que sepas. En voz baja, para que no te canses. Yo haré lo mismo.
Entre las dos comenzó un murmullo persistente, que María llevaba a cabo mientras se arremangaba y cerraba los puños.
- El Señor es mi pastor- dijo- Nada me falta.
Introdujo de golpe los brazos en el bloque de nieve, sustituyendo los rezos por gritos de dolor angustiosos, mientras hundía cada vez más sus miembros hasta llegar a tocar el metal de las botas de Car. Allí estaban las grapas que debía liberar. Toda esa seguridad para mantener el pie bien sujeto al soporte, en ese caso había resultado peligrosa para ella. Hasta cinco, y después el duro taco del talón que también había que desenganchar. Pero una vez llegadas las manos hasta allí no parecía haber esfuerzo mayor, y en un par de minutos Car estuvo libre del calzado, siendo impulsada hacia el suelo por María, que se arrojó de manera literal al mismo, agotada, llevando de sus manos a Car, que aterrizó sobre ella y se fundieron en un abrazo motivado no solo por la emoción sino por el frío. Allí estaban. Lo habían conseguido, pero de nada podría servir si permanecían encerradas en la cueva. ¿Era ese el martirio adecuado? Siempre pensó que Dios la sometería a alguna o varias situaciones así para comprobar su fe, aunque de ella no se podía alegar falta de obediencia a los mandamientos, excepto hacia el cuarto. Pero, ¿por qué esa niña también? ¿Qué había hecho? Quizá debía redimir los pecados de sus mayores. Así abrazadas, encendió de nuevo el mechero solo para asegurarse de que estaban allí y no habían pasado a la otra vida. Una vida que, de todos modos, ella estaba dispuesta a aceptar sin paliativos. Posiblemente sería mucho mejor para ella.
- ¿Vamos a morir?- preguntó Car serena, en un hilillo de voz.
- No lo se. Yo no tengo miedo. Pero entiendo que tú lo tengas. Ojalá yo muera si eso sirve para que tú vivas. Si la última imagen que tengo de este mundo es la tuya, Car, entonces es que algo bueno me espera allá arriba. Pero, en el caso que así sea, ¿podrías hacerme un favor?
- ¡Me has salvado la vida! ¡Haría lo que fuera por ti!
- No, no, no. No me debes nada en absoluto. Pero tengo un asunto pendiente. No me he despedido personalmente de mi padre. La verdad es que no creo que nos volvamos a ver, hacia donde voy no suele haber mucho sitio para gente como él… Por eso quiero que le vayas a ver, ahora o cuando crezcas. Dile que le perdono, y que confío en que él me perdone a mí también.
- ¿Dónde vive tu padre?
Tras realizar esa pregunta en apariencia sencilla, la fortaleza de la que estaba haciendo gala María se derrumbó al fin, como una grieta en una presa que deja salir todo el agua a presión, así escapó su llanto, abrazada a Car, que lloró con ella sin querer saber más de esa promesa que esperaba no tener que cumplir. Todo eso le pareció el fin, hasta que comenzó a escuchar los helicópteros, después los perros… Y al final, la luz.

Todo ello lo sentía muy próximo, pese a que tan solo se tratara de un sueño o, tal vez, de una pesadilla dentro de otra pesadilla. Porque tampoco le parecía muy creíble la circunstancia en que se encontraban ahora. Atrapados en la ermita de Grandoso por un grupo de chavales y varias monjas misteriosas. Estaba oscuro, pero quizá debió hacer algún espasmo al despertarse, porque Tis, que tampoco dormía, lo había notado.
-¡Car!- dijo, en tono normal. No había de quién esconderse.
- ¡Tis! ¿Has soñado tú lo mismo?
- No. Yo ya soñé ayer, ya tengo bastante.
- ¿Con María?
Tis asintió, y aunque su prima no podía verle, supo que así era. Se notaba como que habían sido encerrados en un húmedo calabozo o catacumba. Las rejas de hierro no dejaban ninguna escapatoria, no había ventanas y tanto el suelo como las paredes eran tan pedregosos como la cueva del sueño. Juan roncaba como un tronco, y Espe parecía dormir feliz también. Sin duda el spray les habría afectado en mayor grado a ellos.
- ¿Qué está pasando?- se preguntó Tis, al no saber nada más que decir.
- No se qué pensar, pero el día que es hoy, la congregación, los sueños… Demasiadas coincidencias, Tis. Demasiadas.
- Tú crees lo de Ponferrada, ¿verdad?
- Si tú hubieras estado en esa cueva creerías cualquier cosa.
- Car, se que ya hemos hablado de esto, pero… ¿Por qué dejaste de verla? Te salvó la vida, lo normal es que os hicierais amigas.
- Lo norma no es algo a tener en cuenta con María. Después del alud fue cuando la directora perdió la chaveta, y la pobre chica se convirtió en su emblema. La última vez que la vi antes de lo de Ponferrada fue en el Hogar del Transeúnte, donde hacía voluntariado. Uno de los vagabundos más desagradables resultó ser su padre. A la hora de la comida, María se presentó y fue recibida a gritos y casi golpes por él. Se marchó rápido, pero antes me lanzó una mirada. Me había reconocido, sin duda. Después de eso, siempre me negué a servir a ese hombre.
- ¿Pero hubieras cumplido con lo que te pidió?
- Desde luego.
Hubo un prolongado instante de silencio, en el que pudo parecer que se dormirían de nuevo esperando a su incierto futuro.
- Yo he perdido la fe por completo- confesó Tis al fin- No obstante, aquí están sucediendo cosas que no parecen tener ninguna lógica.
- ¿Crees que serviría de algo rezar ahora?- preguntó su prima.
- Sinceramente, no.
Nuevo espacio en blanco dentro de la conversación.
- Car, si no salimos de esta al menos me alegro que hayamos podido pasar la última aventura de los Abrasadores juntos.
Se abrazaron. Les habían quitado todo. El Huevomóvil, la cámara, el cuaderno, la pistola de lapas, pero por alguna razón habían dejado en el bolsillo de Car un amuleto que llevaba siempre. Era un mechero en el que un mono tocaba el tambor.

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