domingo, marzo 21, 2010

LOS CERDOS. Entrega 3.

I

Jonás Virgil comprobó a su llegada que la gran ciudad se había solidarizado tanto con él que había decidido compartir su estado ruinoso. El verano era una época de salidas, y quienes llegaban lo hacían arriesgándose a ciertas consecuencias. La línea del metro estaba cortada y Jonás tuvo que caminar, mapa mediante, para llegar hasta el barrio en el que su familia era poseedora de un domicilio desde hacía decenios. Cuando al fin se plantó en su calle, observó que en esta las obras habían asimismo machacado las aceras, abriendo amplios surcos por los que tuvo que arrastrar su maleta de ruedas. El calor pegajoso, la gravilla que se adhería tanto a sus zapatillas como a los bajos de su fardo rodante, la estela de polvo que iba dejando atrás… No eran los mejores elementos para una bienvenida, convino, si bien el sudor no provenía de la pesadez de su equipaje. Jonás, en su fuero interno cargado de oprobiosas razones, prefirió por lo demás ir ligero de enseres y todo lo que más abultara, como sus materiales de trabajo, le sería enviado por correo. La aparente vaciedad de su maleta era un hecho también preñado de simbolismo para él.

Jonás no había visitado aquel piso desde hacía una serie de años, no demasiados, pero en todo caso antes de comenzar su doctorado. Le pareció un período de tiempo infinitamente mayor. No había señoras tomando el aperitivo en terrazas, como en su ciudad natal; allí muchos vecinos se hallaban de forma directa en la calle, sentados donde buenamente pudieran, si no en el mismo suelo o en los bancos de un parquecillo situado hacia la mitad de la rúa. El aperitivo consistía en latas de cerveza de a veinte céntimos, envidiable remedio que Jonás conocía para aliviar el sofoco, las cuales eran tomadas a la sombra, entre risas y algún que otro cigarro de liar. Durante su última estancia Jonás ya se había percatado del aliento multiétnico del barrio, expuesto entonces en toda su diversidad ya que el estío parecía haber expulsado a la vecindad de sus hogares. Había habitantes ancianos de toda la vida, como bien pudieran haber sido sus propios abuelos antes de que se vieran obligados a recluirse en casa, y un variopinto grupo de inmigrantes cuyo sector mayoritario parecía ser el latinoamericano; de hecho, al pasar junto al parque vio que en la esquina se hallaba situado un bar rotulado como latino, del cual salía una música que, aunque no sonaba de forma estruendosa, hirió agudamente sus oídos en cuanto fue capaz de reconocerla. Si ese iba a ser el hilo musical mayoritario entre sus vecinos, dudaba que su proyecto pudiera llegar hasta la meta.

El edificio al que Jonás se dirigía estaba situado hacia el final de la calle, en una esquina en la que confluía con otras dos. En su fachada se mostraba un tanto destartalado, pero eso no pilló por sorpresa al joven. Le vinieron entonces a la mente las admoniciones paternas sobre que no era lo mismo estar allí un par de días de visita, durmiendo en el sofá cama, que instalarse de modo más o menos permanente, lo cual era su intención en ese momento y no tenía pensado modificarla a última hora. Aquella era su meta, pues, y tan solo le separaba de ella un obstáculo en el umbral.

En su portal había tres adolescentes discutiendo a gritos, aunque luego pensó que quizá esa era su forma habitual de charlar. Las altas temperaturas habían relajado tanto sus ropajes como su educación, un par de ellas bloqueaban el acceso al edificio, sentadas en el rellano, mientras que la otra se había encaramado a un cubo de basura. Basura sobre basura, fue el pensamiento reflejo de Jonás mientras las observaba desde la barrera de sus gafas de sol. Le parecieron tres chicas guapas si no fuera por su absoluta falta de estilo tanto en su apariencia externa, esa más fácilmente modificable, como en sus maneras, asunto más arduo de pulir. Eran de raza blanca, Jonás creía que la degeneración que parecía perseguirle allá donde fuera, si bien tal vez no era más que un reflejo de su herida psique, era un asunto universal, que no entendía de colores, nacionalidades, ni siquiera de edades. La mala educación se había extendido como un miasma, podría comprobarlo en dos ocasiones antes de llegar al piso.

De las tres Gracias, una parecía llevar la voz, si no cantante, al menos la que quería elevarse como desde el púlpito del cubo de basura por encima de las otras dos. Tenía el pelo rubio con unas raíces que se hundían en la más sinuosa oscuridad, más metal encima del que hubiera admitido un detector de aeropuertos y un chándal que, sin duda, por detrás dejaría ver buena parte de su culo, por lo que Jonás lamentó pasar por delante de ella. La trifulca parecía deberse al novio de la choni principal, así dio en rotularla Jonás, a quien al parecer le gustaba ir de flor en flor, más como zángano que como abeja. Lamentó una vez más no llevar su iPod. Tras la invasión porcina que había interrumpido su viaje por carretera, en ese nuevo obstáculo los gritos le sonaron a gruñidos, y percibió los maltratados cabellos como si fuesen cerdas. Fuera como fuese, tenía que pasar por allí.

Sacó las llaves, eran dos iguales salvo por una muesca en la que reconoció la del portal. A la hora de abrir la puerta le gustaría haberse hecho invisible pero no fue necesario, su presencia no constituía ningún estorbo para las chavalas, quienes apenas arrastraron sus traseros medio centímetro para dejarle espacio y seguir despotricando. Jonás era delgado, pero no así su maleta, al traspasar el portal una de las ruedas pasó por encima de la sandalia de una de las chicas, si es que se puede llamar así a tres tiras de plástico cubriendo un pie desnudo con uñas pintadas de púrpura fosforito. Pese a que no fue considerable el peso que tuvo que soportar su pinrel, la joven saltó como un resorte, emitiendo un aullido que no molestó a Jonás más de lo que pudiera haberlo hecho la música del bar vecino.

- ¡Mira a ver por dónde andas, capullo!- le espetó, aunque Jonás no tenía la menor intención de detenerse más en su camino.

Le hubiera resultado gracioso, regresando una vez más a su mente el recuerdo de su amigo Al, soltar una contestación como las que él daba en ocasiones: Disculpad, fermosa doncella, no quise deshonrar la prístina e inmaculada blancura de vuestro mármol… La choni del cubo de basura, viendo que Jonás se marchaba como si nada, quiso solidarizarse momentáneamente con su amiga, haciendo frente común con ella.

- ¿Estás sordo, atontao?

Jonás musitó un perdón de forma inaudible, torciendo la boca de un asco que estaba mejor reflejado en su oculta mirada. La oscuridad del portal le sirvió de refugio frente al calor y frente a las iras del grupillo que en segundos se olvidó de él para continuar su pelea a tres bandas. ¡Menudo recibimiento! Jonás deseó no encontrarse con ningún ser viviente más en el par de tramos de escaleras que le restaban para alcanzar su piso, a través de los cuales empezó a subir su maleta a pulso. En sentido contrario bajaba una anciana con su cachava, agarrándose a la barandilla.

- Hola- dijo Jonás al cruzarse con ella, sin mucha alegría pero de manera formal.

La señora ni siquiera le miró. Él consideró la posibilidad de que estuviera sorda, opción bastante razonable, pero en todo caso no estaba ciega y debería de haberse percatado de su presencia. ¿Demencia senil? Otra opción razonable. De la más tierna juventud al ocaso de la vida, al adentrarse en su futuro hogar parecía haber pasado por diversos grados de la demencia. Con todo, no iba a asustarse por ello. Se limitó a completar el breve itinerario que le quedaba para llegar a un espacio, al fin, exclusivo para su persona. Al piso se entraba por una terraza que daba a un patio interior, repleto de ropa puesta a tender. Jonás no prestó la menor atención a esa especie de corrala, recorrió los pocos pasos restantes hasta la puerta del viejo domicilio, en el cual penetró hallando cumplida su misión y sin el menor interés en preocuparse de ninguna otra circunstancia hasta la jornada siguiente.

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