jueves, marzo 18, 2010

LOS CERDOS. Entrega 2.

- Señora, le recomiendo que los niños y usted tomen asiento y se pongan el cinturón de seguridad, es obligatorio en este tipo de viajes.

Nada que no hubiera recordado ya durante su alocución del comienzo, pero la mujer lo tomó un poco como afrenta, mientras agarraba por un brazo a su probable retoño, el cual había dejado de llorar.

- Señorita, ¡es muy difícil esta situación! Hace mucho calor, ¿no tendría una botella de agua fría para los niños?

Aunque la mujer iba llenando continuamente su propia botella, por lo visto el agua del aseo no estaba lo bastante gélida. Jonás se enganchó a esa conversación como modo de matar el tedio. La azafata cumplía bien su función, pero quizá con un celo exagerado. El peligro era escaso. Había realizado ese viaje muchas veces, de gustarle conducir no tendría mayor problema en llevarlo a cabo y en ese caso nadie le molestaría. Frente a sus ojos, la autovía resultaba eterna, recta y anodina. La posibilidad de que alguna de aquellas figuras se viniera al suelo, por otra parte mullidamente alfombrado, era remota. Sin embargo, la madre hindú se había dado la vuelta y, aunque crecida, parecía retroceder un poco frente a la joven. Se estaba echando cada vez más sobre su asiento y él pensó que, pese a todo, quizá sí hubiera alguna posibilidad de que aquel culazo besara el suelo, la única imagen que en ese momento podría provocarle una sonrisa.

- No se preocupe, yo le traeré una botella de agua, ¿o prefiere un refresco para los niños? Pero le recomiendo que se sienten, por favor, es por su seguridad.

Aunque trataba de ser conciliadora, logró el efecto contrario.

- Oiga, señorita, yo no quiero molestar, pero esto… ¡Los niños!...- la madre sabía explicarse con cortesía, desde su peculiar acento, pero no borraba el gesto hosco- ¿Tiene usted hijos?

¿Tiene usted hijos?, se repitió Jonás con sorna. Vaya pregunta tópica. Y fácil. Solo por eso deslizó más su pie fuera del asiento, para que quedara justo detrás del tobillo de la mujer. Se estaba encogiendo en su butaca de cuero, tratando de aislarse de la realidad. Si la mujer tropezaba, fingiría que fue un accidente y que la culpa, por supuesto, la tenía ella por no hacer caso de las instrucciones de a bordo. Definitivamente, en los aviones los pasajeros se mostraban más dóciles.

- No tengo hijos, señora, no me lo puedo permitir- replicó la azafata de modo franco, sin arrogancia- Pero ojalá los pueda tener, creo que compensan las molestias que causan… ¿Me permite que le ayude con ellos, si no le parece mal?

El chiquitín, secos sus lacrimales, dirigió una mirada de complicidad hacia la joven, que ella respondió de la misma manera. Jonás no llegó a ver el rostro de la madre, pero supuso que el problema iba a arreglarse. Con suerte podría pasar la hora y media que restaba de viaje en medio de un soporcillo inductor del sueño.

De repente, el autobús frenó en seco y la madre hindú se vio impulsada hacia atrás, tropezando con el pie del joven, dando una voltereta aterrizó en el suelo sin daños significativos, como tampoco los sufrieron los niños, que cayeron también al igual que la azafata; esta se agarró al asiento de Jonás pero él no vio el momento de ser galante con ella, se levantó para socorrer a la madre porque su caída, en circunstancias diferentes de las que había previsto, no le hacía ya tanta gracia.

El resto de pasajeros, que sí llevaba el cinturón prescrito, no tuvieron más complicación más allá del estado caótico y confuso que se adueñó del ambiente. El conductor les instó a que continuaran en sus asientos, pero la curiosidad venció esa lid. Jonás y la azafata cogieron, cada uno por un brazo, a la madre para que pudiera enderezarse.

- ¿Se encuentra bien, señora?- dijo Jonás- No me fijé… ¡Qué mala pata! ¿Se encuentra bien?

Ella no contestaba, pero asentía con la cabeza de forma mecánica, Jonás prefirió no insistir porque pensaba que su actitud empezaría a ser sospechosa. Los niños lloraban, con mucha mayor razón, y la azafata fue a ocuparse de ellos. Viendo que sus servicios ya no eran requeridos, Jonás se dirigió, como el resto de los viajantes, a ver qué ocurría a través del cristal. Al parecer, el brusco frenazo se había debido a un accidente acaecido justo delante del autobús. Un camión de transporte, por razones que en aquel momento fue incapaz de comprender, había volcado, liberando parte de su carga. Y esta no era otra que ganado porcino, cerdos. Algunos de esos puercos habían muerto en el acto, otros agonizaban en el asfalto y, como en una escena onírica, algunos vagaban por la autovía, alucinados, ante la atónita caravana de coches que por su causa se había formado detrás del autobús.

Jonás se quitó los auriculares. Ya no necesitaba abstraerse con la música, al menos mientras durase aquel demencial espectáculo de llantos, pitos y gruñidos. Con una mezcla de horror y fascinación, fijó su mirada en un pobre cerdo ensangrentado que iba perdiendo su vida tumbado en la carretera. Él se había acostumbrado a buscar símbolos en cualquier parte. ¿Qué podría significar aquel, justo en el comienzo de su viaje?

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