viernes, mayo 08, 2009

Sicko.


No he visto aún el último documental de Michael Moore, que me regaló Paco por Nochebuena y cuyo estreno en España se ha retrasado hasta este mes. Sí me han contado cosas del argumento y solo espero que, dentro de la tendencia que el director tiene de irse a lo extremo, no haya presentado a Europa como un paraíso sanitario. Le da mil vueltas a Estados Unidos, sí, pero también tenemos nuestras carencias.

Es por eso que yo ayer me resistía a ir a la consulta de la médico (creo haber indicado bien el género) Sospechaba que llegaría a esperar el máximo de una hora para luego salir tan rápido como tarde había entrado. Casi exacto del todo. Y no es que me importen mucho las esperas. La de ayer sí porque tenía que estudiar, cosa que hice después de la consulta. Pero una espera se puede hacer amena si se tienen instrumentos para ello y a tu alrededor gozas de un ambiente apropiado. No, por lo general, en una sala de espera de ambulatorio.

Hay algo que no entiendo respecto a la economía temporal de las visitas. No es que quiera comparar un sitio así a un supermercado, pero tienen paralelismos pese a todo. En el súper hay cajas rápidas, de esas para si llevas una barra de pan aunque siempre haya gente que no haya visto Barrio Sésamo al respecto. Y, yendo tan ligero de compra, nunca se te ocurriría ponerte detrás del pedido de dos carritos. Pero en el ambulatorio, amigos, todos vamos a la misma cola. Y, si a alguien le tienen que vendar como a la momia de Tutankamón, habrá que esperar igual aunque veas que de las otras consultas la gente va entrando y saliendo de continuo.

Eso me pasó ayer. Esperé hasta que salieron dos personificaciones de las Moiras, y tras ello comenzó la opereta de pasar lista, en plan Martes y Trece, con el eterno paciente cabreado porque cree que se le cuelan. Detrás de mí iba un anciano que, por localizarme, se sentó a mi lado. Yo, previendo que su compañía no iba a serme grata, estuve a punto de levantarme pero ya estaba felizmente instalado y no quise desistir por ese contratiempo. Que nadie me acuse en balde de no respetar a la gente mayor. Vaya sí lo hago pero, si para llegar a ese estado hay que acabar así, prefiero no llegar.

Lo mejor para aislarse es un iPod (aunque haya quien no sabe lo que es y por tanto insista en iniciar una conversación que nadie ha pedido) Y luego, por no perder más el tiempo, saqué una obra de Aristófanes absurda y grosera, como absurda y grosera fue la situación que me tocó vivir. El paisano olía a orines, y yo pensé entonces que la mascarilla no solo serviría para evitar la gripe porcina. Su único entretenimiento era mirar un Casio, similar a los que usan en Pigmalión. Aunque me cuesta ver al señor persiguiendo a alguien a garrotazos...

En fin. Yo llegué, me miraron la garganta y me dieron una receta. Punto. Nada de cháchara improcedente. Ni siquiera pedí que me revisaran la cicatriz de ese quiste gracias al cual llegué a detestar dicho ambulatorio. La profesionalidad no solo está en el bando de los doctores. Los pacientes también deben poseerla. Mala es la soledad, pero un médico no es un confesor. Pudiera serlo si le conoces de toda la vida y tiene una clínica privada, como el de nuestra infancia; pero es penoso que, porque alguien se ponga a contarle sus penurias, le esté quitando tiempo a personas que quizá requieran más sus cuidados. Quizá sostenga esto porque soy joven y más o menos sano, es posible, en todo caso no estoy haciendo un dogma de fe. Hablando de viejitos, ya os contaré las andanzas de uno asiduo del autobús, una especie de Casanova con aspecto de centenario.

En fin. Me encuentro mejor, por suerte, así que voy a continuar con mis tareas. Que dure al menos dos mesecitos...

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