viernes, julio 23, 2010

LOS CERDOS. Entrega 9.

III

Jonás había escogido como dormitorio el que lo fuera de sus abuelos. Este era bastante más amplio que el reconvertido en laboratorio, la mayor parte de su extensión la ocupaba una cama de matrimonio, lo bastante mullida como para dormir con placidez, aunque no parecía ser el caso en aquel momento. En principio él había abierto la ventana, luego la cerró al comprobar que los ánimos estaban también caldeados, y alguna que otra trifulca brotó desde los pisos vecinos. Prefería calor a ruido, a fin de cuentas estaba prácticamente desnudo, tan solo cubierto por unos calzoncillos tipo boxer. Se había desprendido de la sábana, que reposaba a los pies de la cama hecha un revoltijo, y daba vueltas sobre la superficie del colchón, demasiado extensa para lo que él estaba acostumbrado. En algún momento alargó el brazo como para abarcar, dentro de una ensoñación presta a quebrase, algo que reposara junto a él, quizá un cuerpo imaginario.

Finalmente se desperezó de mala gana. Temía quizá acatarrarse si se levantaba así del lecho, por ello había dispuesto un batín junto a la cama. Se lo puso sin molestarse en atarlo, no escondiendo una erección que se marcaba con insistencia pero que en ese momento nadie podía percibir salvo él. Cuando esa parte de su ser volvió un poco a la calma se dispuso a ir al baño para vaciar la vejiga. Algunas pequeñas cucarachas aparecieron por el lavabo, no las dio mayor importancia. Su estado no era óptimo, con cierta resaca y una ligera irritación en la garganta debida, supuso, a los cubitos de hielo. Jonás creyó recomendable tomar una ducha antes que el desayuno, ya la noche anterior había enchufado el calentador de agua, esperando que no fuera insuficiente para despejar su cabeza. Despojado de batín y prenda interior, entró bajo lo que confiaba que fuera una lluvia benefactora para su cuerpo y los sentimientos que este albergaba.

Colocó su cabeza justo debajo del chorro de agua, para obtener de ese modo un ligero masaje en aquella zona maltratada por el alcohol y por unos pensamientos que primero se habían adueñado de su pene y ahora amenazaban con atacar ese centro neurálgico, sin que el agua fuese capaz de arrastrarlos a través de las cañerías. Jonás sintió cómo sus fuerzas flaqueaban. Dentro del estrecho cubículo habilitado como ducha, tuvo que apoyar sus dos brazos en la pared, daba la impresión de no mantener un equilibrio. Mientras el agua resbalaba por su espalda, y pronto estaría gélida, recordó otra ducha, aunque fuera en otra ciudad, en otro momento y, sobre todo, en unas circunstancias difíciles de olvidar.

Jonás se recordó tomando una ducha en compañía de una joven de edad aproximada a la suya. Ella era morena y un poco más alta que él, con un rostro de facciones extrañas pero no carentes de atractivo. Era de figura esbelta aunque esta se ensanchara en cierto modo de cintura para abajo. Pero, aunque su cuerpo desnudo dejara a la luz algunas imperfecciones, en Jonás se había desatado una frenética pasión hacia el mismo. La postura era incluso similar, con sus brazos extendidos pero no para encontrar un punto de apoyo sino para amarrarse a ella. Colocado frente a su espalda, Jonás pasó un brazo alrededor de sus senos, apretando su cuerpo contra el suyo mientras llenaba su piel de pequeños ósculos. Ella le correspondía, volteó el rostro para buscar su boca. Mientras se besaban ella, sin perder un ápice de fogosidad, comenzó a sentirse un tanto incómoda puesto que Jonás la estaba empujando hacia la pared.

El joven se encontraba, en aquella situación también, un tanto ebrio, quizá por ese motivo se había despertado en su interior una primitiva violencia cuyo fin no era hacer daño, nacía de la pasión desbocada y en su posesión del objeto querido le era complejo distinguir límites que no debían ser traspasados. Pero ella, antes que delicadeza, poseía una enérgica manera de contrarrestar su achuchón, no quiso interrumpir aquel arrebato cuyo recuerdo se había extendido por la mente de Jonás.

Este, en la ducha de su nuevo piso, quería revivir aquellos momentos embebido en ellos, como recrearlos a través de la mímica. Alzaba el brazo pero solo podía agarrar su propio pecho. Movía los labios, daba la impresión de besar a un imaginario ente pero en realidad solo el agua resbalaba por los mismos, como si Jonás fuera un pececillo boqueando. Su ensoñación era profunda pero no tanto como para impedir que se quebrara, a medida que iba saliendo de ella sus ojos se enrojecían, ya no de la resaca sino por unas lágrimas que él siempre intentaba reprimir. ¿Qué podía importar que surgieran entonces con libertad? El chorro de la ducha se confundía con ellas y las borraba al instante. Jonás creyó que su ánimo no se calmaría tan solo por sumergirse en el líquido elemento, y salió de la ducha, empapado y sin que su desnudez le importara, por otro lado había bajado las persianas para evitar que otros le miraran tal y como él había hecho ya. Nadie vigilaría sus acciones ni tampoco asistiría al resurgimiento de una erección más que inevitable tras recuerdos de ese calibre.

Al abrir la nevera para echar otro trago a la botella de whisky, una cucaracha fugitiva volvió a escaparse por la pared. En esa ocasión, sin miedo al asco, los reflejos de Jonás fueron más hábiles de lo que su situación prometía y aplastó al insecto con su puño desnudo. Algunas infortunadas compañeras de su especie habían salido al mismo tiempo y, ciego de ira, las fue persiguiendo a todas, grandes o pequeñas, llenando la cocina de cadáveres mientras sus manos adquirían el tono de un líquido repugnante. Poco le importaban entonces los miramientos, se dejó llevar en un par de minutos por una furia que acompañaba de aullidos amenazantes cada vez que arremetía contra alguna de esas invasoras. ¿Acaso iba a ser él el único que no gritara dentro del condenado vecindario? Pero Jonás sabía que esos bichos no eran tontos, y al poco ninguno dio señal de vida en la habitación. En el fondo a él no le gustaba dejarse llevar por la ira, ni siquiera contra esa plaga, pero consideró que ellas habían sido las culpables, habían invadido ya no solo su casa sino su intimidad, le habían sorprendido en un momento de flaqueza y detestaba que le vieran así, tanto humanos como los que no lo eran. No obstante, comenzó a calmarse en unos instantes, ayudado por otra pequeña cantidad de licor que le reconfortó. Cuando la tensión regresó a unos niveles considerados normales para él, se dirigió hacia la ducha una vez más, la cual no había dejado de funcionar. Sin importarle la temperatura del agua, volvió a meterse bajo el grifo y puso especial cuidado en lavar aquellas manos de las que aún chorreaban los restos de lo que habían sido vidas, por muy despreciables que le hubiesen parecido antes.

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