miércoles, julio 21, 2010

LOS CERDOS. Entrega 8.

Dado que esa sala, a juego con la casa, no era demasiado ancha, Jonás tuvo que reptar entre algunas montañas de cajas, erigidas por él en precario equilibrio. Puso su atención en un gran armario ropero que había al fondo de la habitación, cerca de la ventana. Este se encontraba abarrotado hasta los topes, no solo por dentro sino también encima de él, los bultos rozaban el techo. Jonás era consciente de que algunos de los objetos que contenía podían tener un mayor o menor valor sentimental, confiando en el que el reino de las polillas no hubiera llegado allá donde no lo hizo el de las cucarachas. No obstante, ese mueble le iba a ser imprescindible para remodelar el cuarto, por ello lo abrió sin miedo a ser sepultado. No fue así pero, removiendo un poco, varios trastos cayeron sin rozarle, entre ellos una vieja escopeta que llevaba adherida una instantánea, más reciente, de un pequeño Jonás junto a su abuelo, ambos vestidos con ropa de caza aunque el primero no hubiera llegado a ejercer.

El joven sonrió con cierta nostalgia, jamás llegó a entender del todo el funcionamiento del arma pero sí comprobó que estaba descargada, había una caja de cartuchos rondando por un rincón pero tan solo contenía otras fotografías del abuelo cazando junto a sus amigos. A Jonás eso le resultaba indiferente. Aún era pronto para saber si el barrio era más o menos inseguro, pero por ahora solo tenía que defenderse de los insectos, y no podía hacerlo a tiro limpio. En caso de peligro mayor, bueno sería tener sus cuchillos de entrenamiento a mano. Antes que como un instrumento de defensa, a Jonás le resultó interesante por su mirilla telescópica, parecía un añadido posterior por su modernidad y buen funcionamiento aún. A falta de una compañía que tampoco deseaba, y gracias a la disposición del edificio a modo de corral de comedias, podría curiosear entre sus vecinos, no por mero cotilleo ni por convertirse en voyeur (¿quién podría excitarle?), sino como un complemento para sus investigaciones. Al igual que utilizaba el microscopio en aras de progresar en su ciencia, al menos con su indiscreción lograría hacerse a la idea de qué clase de lugar había escogido para vivir. A juzgar por el primer recibimiento que tuvo, no le parecía algo descabellado. Si todos iban a ser hostiles, mejor adelantarse en conocer sus puntos débiles. Por otro lado, su cara se iluminó por completo al descubrir la auténtica golosina que le habían dejado como legado, una caja de puros y dos botellas de whisky añejo, bastante mejores que aquella con la que había bautizado el piso. El joven no fumaba por lo general, pero esos habanos eran del tipo que solía emplearse en grandes eventos y, desde su humilde posición, ese descubrimiento le pareció de por sí una ocasión propicia para darse el capricho. Las botellas sí las reservó para ulteriores oportunidades.

Tras reponer la copa, Jonás se sentó a la mesa con el puro humeando en un cenicero, la escopeta apoyada en la pared, al lado de la silla, y leyendo un delgado volumen que había rescatado de su equipaje. Era un ejemplar en rústica de las Bucólicas de Virgilio. Jonás no solía dedicar tiempo a libros que no trataran sobre temas relacionados con su investigación, pero podía hacer excepciones según la circunstancia. En ese caso por la persona que le había regalado el libro. Jonás consideró que el alcohol le estaba empujando hacia el resbaladizo terreno de los recuerdos pasados, y no quiso dejarse consumir tan pronto por esos rescoldos. Cerró el libro y se dispuso a buscar un entretenimiento fácil con el papel de fisgón que había imaginado. Tomó primero unas mínimas precauciones, como apagar la luz y bajar la persiana hasta cierto punto.

Disimulando de esa manera, hizo una panorámica con la mirilla a través de las ventanas y terrazas de la vecindad. Ya se ha mencionado que Jonás no tenía la intención de ser voyeur, no buscaba sexo ajeno, ni siquiera desnudos; sin embargo, con lo que primero topó fue con una escena de porno amateur protagonizada por la que dio en llamar como choni principal. Esta se encontraba cabalgando sobre un joven, Jonás supuso que quizá sería su novio, ese del que se quejaba y con el que tal vez se estuviera reconciliando de aquella saltarina manera. El maromo estaba tumbado, Jonás no pudo percibir ni sus rasgos ni si estaría durmiendo mientras la otra se movía encima de él, en una mecánica tan rutinaria que hizo imposible que Jonás se excitara, ni siquiera observando el continuo bote de sus bien torneados pechos. No, si necesitaba masturbarse mejor sería esperar a conseguir una conexión decente en ese piso…

El siguiente descubrimiento le interesó mucho más. Escuchó gritos en el balcón que quedaba, una planta más abajo, enfrente del suyo. Debido al calor la mayoría de las ventanas permanecían abiertas y no era raro escuchar discusiones de mayor o menor virulencia, pero en esa ocasión Jonás reconoció una de las voces que disputaban como la de Ariadna, su compañera de curso. Pese a tener el cerebro un poco embotado por el alcohol, el joven comenzó a atar cabos mientras contemplaba la escena, tan cercana que apenas necesitaba de la mirilla. Ari se encontraba junto a un hombre negro y corpulento, quizá algo mayor que ella. La colombiana sacó las llaves del piso, de lo cual él dedujo que era su vecina, descubrimiento que no le hizo mucha gracia a priori. Notó que ella quería acabar la discusión entrando y dando con la puerta en las narices a su novio, su amante o lo que fuera ese hombre. Jonás no lo tenía claro, le parecía una clásica situación de celos pero ambos se gritaban a la vez, a una velocidad y con un acento al que todavía no se había acostumbrado mucho.

La palabra más repetida era puta, que caía como un chaparrón sobre Ari sin que se inmutara lo más mínimo. Pese a que Jonás veía a esta como lo que suele denominarse una mujer de armas tomar, llegó a temer que al hombre se le fuera la mano. Pensó en cómo reaccionar en ese extremo, si llamar a la policía o erigirse él mismo en autoridad con su arma, por otra parte descargada. No fue necesario delatarse, Ari cerró de un portazo su domicilio y el enfurecido varón se tragó por esa vez el orgullo y abandonó la terraza.

Jonás pensó por un momento si no debería bajar a ver cómo se encontraba su compañera y vecina. Pero no era recomendable hacerlo con la escopeta, y si no la llevaba podría regresar el hombre y hacerlo sucumbir entre sus poderosos brazos. Decidió que no debía sobrepasar su tarea de mirón; si acaso, cuando Ari le reconociera como vecino (y seguramente sería pronto), él podría demostrar cierto interés por su historia y conocer las verdaderas circunstancias de aquella escena. Claro que entonces igual se vería enredado en problemas ajenos, y él había llegado a esa ciudad huyendo de los suyos, tanto los reales como los que su enfebrecida imaginación pudiese inventar. Consideró que, con su travesura, ya había descubierto mucho más de lo que hubiera pensado en un principio, por lo cual se dispuso a arrojarse a la cama y pegar ojo en la medida en la que ello fuera posible.

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