martes, julio 12, 2011

LOS CERDOS. Entrega 36.

XI

A la noche siguiente, Jonás se encontraba en el trastero reconvertido en laboratorio, en medio de un desordenado revoltijo de probetas, frascos, libros y todos aquellos utensilios de los que podía valerse para realizar su trabajo. Él mismo se estaba enfundando en lo que parecía un traje de faena, compuesto por un mono, la máscara antigás que le cubría todo el rostro, y a la espalda una mochila con dos bombonas rellenas de un gas en cuya composición había trabajado largas horas hasta dar con la fórmula que estimaba más oportuna para sus fines. A la mochila iba acoplada una manguera para expulsarlo, cuyo remate era como una pistola que permitía dispararlo a presión incluso en los lugares más recónditos.

Una vez se hubo vestido con esta indumentaria, Jonás entró en la cocina con paso firme, y se quedó plantado en la entrada, descansando la pistola sobre su hombro mientras realizaba una panorámica sobre todo el cuarto. A juzgar por su postura, parecía la viva estampa de un justiciero cowboy que llegase a las puertas del saloon con actitud desafiante, observando a aquellos a quienes pretendía llenar de plomo para saldar viejas cuentas. Pero aquellos maleantes cuyos movimientos espiaba resultaban insignificantes y huidizos; como era habitual, en aquel momento alguna cucaracha de tamaño medio merodeaba por las paredes, y se apresuró a esconderse ante la presencia del intruso, al igual que otras más reducidas que fueron a buscar refugio en el fregadero.

El sitio, por otro lado, se encontraba en un estado de calma, desde la cual Jonás recorría con la vista el que iba a convertir en su campo de batalla. Esa sensación de calma no había hecho mella en él, que permanecía en tensión; su respiración, entrecortada, salía a través de los filtros nasales de la máscara. En realidad, la comparación con un campo de batalla no era del todo afortunada pues sugería la idea de un campo extenso, abierto, cual tablero de ajedrez en el que dos ejércitos avanzaban el uno frente al otro. Jonás en todo caso se movía en una jungla de impenetrables escondrijos, él solo frente a un número de adversarios que no podía ni imaginar. Suponía que fueran cientos de ellos y, evidentemente, no solo allí sino campando a sus anchas por todos los rincones del piso. No obstante, aquel era el punto neurálgico, sin ninguna duda, donde lanzar el ataque más mortífero posible para hacer salir a todas aquellas invasoras mediante su particular napalm.

Como un general tratando desmoralizar a sus rivales, comenzó una pequeña arenga, sin ningún sentido teniendo en cuenta que no podían comprender su lenguaje, pero para él sí sirvió como una válvula de escape frente a la tensión que albergaba todo su ser. Aunque le costaba comenzar una especie de soliloquio a través de la máscara, finalmente sus palabras brotaron, y lo hicieron de un tirón.

- ¡Salid! ¡Salid de vuestra guarida y dad la cara! Nada os va a salvar de vuestro exterminio. Lo de esta noche solo será el comienzo, dedicaré días, meses, todo el tiempo que sea necesario para que no quede ni un mísero rastro de vuestra presencia aquí. Hasta ahora, pensaba que todos los seres vivos tenían derecho a una existencia digna. Y lo sigo pensando. Pero, mientras permanezcáis aquí, ¡no existiréis! Voy a llevar a cabo un genocidio de tal calibre que conseguiré que este piso vuelva a tener un único habitante: ¡yo! ¿Comprendéis? No, claro que no comprendéis, pequeños bichos repugnantes y sin sentimientos… ¡Yo vine aquí porque necesitaba estar solo! Solo yo y mi trabajo, mis pensamientos, mis recuerdos… Habéis violado este santuario, y eso es un sacrilegio imperdonable. Aquí solo puede haber un dueño y señor. Quedaos, si queréis, en las cañerías, entre las paredes, en todos aquellos huecos en los que ni me molestáis ni yo podré molestaros, pero, si veo a alguna de vuestras antenas pululando por algún rincón de la casa, se abrirá la veda… ¡y apretaré el gatillo!

Jonás, en efecto, apuntó la manguera hacia la cocina, sin dirigirla a ningún sitio en concreto pues en ese instante ningún insecto se había tomado la molestia de salir para escuchar sus palabras. Se sentía profundamente ridículo, lanzando al aire ese discurso, pero, tras su cita con Penélope, cualquier locura en la que se viera envuelto le resultaría más comprensible, tan solo deseaba que no fuera una locura demasiado destructiva para él. Si lo era para las cucarachas, nada se perdería en el intento. En principio se había propuesto acostumbrarse a su silenciosa presencia, de modo paulatino, hasta el punto de que los primitivos sustos que se llevó al llegar al piso fueran borrados en medio de la rutina. Pero pronto fue adquiriendo un odio que no nacía propiamente de la aversión a esa raza, sino de una serie de factores externos que fue canalizando hacia la desaparición de esos, en cierto modo, animales de compañía que habían invadido una intimidad que justificaba el haberse mudado a aquel piso destartalado.

Lo que terminó por inclinar la balanza hacia la masacre fue el breve espacio de tiempo que había compartido con Penélope, no muchas horas antes. Sus nervios quedaron tan destrozados que había pensado regresar con Ari, para encontrar consuelo, pero ni siquiera juzgó que la calidez que emanaba su vecina pudiera ser suficiente para que su estado anímico retornara a una cierta estabilidad. ¡Muerte y destrucción! Eso era lo que él requería entonces, aunque fuera a pequeña escala y sin necesidad de mancharse las manos de sangre ni de preocuparse por su total impunidad. Como acicate, mientras desempeñaba su trabajo como exterminador fue recordando aquella cita que temió pudiera ser fallida, como al final resultó.

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