jueves, julio 28, 2011

LOS CERDOS. Entrega 42.

Ajenos a lo que sucediera en el lugar de acampada, Al y Jonás se hallaban dentro de un relajante espacio de sobremesa, tumbados uno junto al otro en el marco del fresco refugio. Jonás, al menos por unos instantes, sí había olvidado a Penélope, al campamento y, bajo los efluvios del vino que comenzaba a surtir efecto, agarró la flauta para intentar sacar algunas notas. No lo consiguió a la primera, pero eso no parecía importar a su compañero, que se había abstraído, luciendo una sonrisa de placidez que en otro contexto podría haberse tomado por bobalicona, con la mirada perdida entre las copas de los árboles. Con el brazo derecho rodeó el hombro de Jonás, atrayendo su cabeza hasta que se rozó con la suya. Él no pareció incomodarse por esas muestras de afecto, quizá por la bebida o porque el reencuentro entre los amigos en verdad hacía que estuvieran justificadas.

- Esta es mi idea de la felicidad- declaró, de modo solemne, sin volver la cabeza hacia su amigo- Este entorno, esta comida y, ahora, tu compañía, que era lo que me faltaba. Ya no necesito más inspiración, creo que pronto podré ponerme a escribir.

No obstante, la armonía en la que se encontraban se rompió cuando hacia ese lugar apartado llegaron los ecos de un estridente silbido. Se rompió tan solo para Jonás, que se incorporó como si en ese mismo momento hubiese recuperado la memoria. Al permaneció en la misma postura, todavía con el brazo extendido y frunciendo el ceño en señal de disgusto porque Jonás hubiera desecho una imagen idílica para él.

- ¿Qué sucede?- exclamó.

- El silbato. ¿No lo oyes?

- Sí. Algo me parece escuchar. ¿Y qué? Será el pastor ese llamando a las cabras o algo así.

- No, no te lo conté. Antes de marcharme le di a Penélope un silbato, para que me llamara si pasaba algo.

- Igual no pasa nada. Igual solo se está impacientando porque no vuelves… O eso o que te echa de menos.

- ¡Vamos, Al! No me voy a quedar con la duda. Puedes estar aquí si quieres, si todo va bien volveré con ella.

- Oh, no, no- replicó Al, levantándose con torpeza- Si tú vas, yo voy. Y, si es una urgencia, creo que sabré llevarte hasta el valle de una forma más rápida que cuando tú llegaste aquí.

Al tomó el papel de guía y, dejando allí los restos de la comida y cogiendo solo lo que creyó necesario, como su navaja, empezó a correr por entre los árboles con una agilidad que Jonás nunca hubiera imaginado­; era como si su amigo, tras una breve convivencia con el espacio natural, se hubiera adaptado de tal modo que a él le costaba seguirle; las ramas le azotaban el rostro y, al menos así, le hacían olvidar las copas de vino que había tomado. Jonás estaba atento al sonido del silbato, que resonó un par de veces más hasta que se ahogó, creándole una gran sensación de alarma.

Si bien al principio pareció tomarlo a la ligera, observó que Al se deslizaba por el bosque con la navaja en la mano, como preparándose para cualquier contingencia. Y la apretó con más fuerza cuando, al desembocar en el valle, vieron a dos figuras que forcejeaban en el suelo; aquella que estaba encima de la otra, por su apariencia, fue reconocida como la del pastor, también por parte de Jonás. Alrededor se encontraba el rebaño de cabras, que huyó despavorido cuando Jonás y Al, ya sin ninguna duda acerca de lo que estaba sucediendo, corrieron hacia allí con una desencajada expresión de furia, blandiendo ambos sus armas de filo.

Penélope estaba en el suelo pero, ni mucho menos desvalida, luchaba bravamente por el control del mazo, que Polifemo intentaba arrebatarle con una mano. La otra no la tenía ociosa, sino destinada a aquel fin que ella había temido; había apretado sus pechos, como si la estuviera ordeñando, le había arrancado el sujetador de un tirón e intentaba romper su camiseta, encontrando más resistencia de la que hubiera esperado. Los perros, al notar a los intrusos llegando a la carrera, se abalanzaron sobre ellos, pero no habían contado con que los dos amigos, al ver a Penélope dentro de aquel peligro, enfurecieron hasta tal punto que, aullando como demonios, comenzaron a cortar el aire con sus cuchillos, y alguno de estos tajos recayó en el lomo de los mastines, que se retiraron con un lastimero gruñido.

- ¡Suéltala, cabrón!- gritó Jonás cuando ya estaba cerca de ellos.

El pastor, pese a su apariencia ruda, no pudo por menos que acobardarse al ver a los dos jóvenes que parecían muy dispuestos a apuñalarle, se levantó y empezó a correr a través del valle. Al se agachó para abrazarse con Penélope, pero Jonás no paró de correr; no sentía el cansancio, solo un hormigueo de odio que le impedía detenerse.

- ¡Jonás!- dijo Al- ¡Párate, es peligroso, no conoces esta montaña! ¡Deja que se vaya, le denunciaremos!

Pero Jonás no quería escucharle, solo estaba preocupado por no perder de vista al fugitivo; siendo realista, supuso que Al tenía razón, que no podía disputar una carrera con el pastor en su propio terreno, pero no iba a arrojar la toalla hasta que no viera cómo la forma se perdía en el horizonte.

- Penélope, cariño, voy a tener que seguirle- le dijo Al, estampando un beso en su mejilla- Esto puede acabar mal.

Ella, que agarraba el mazo temblorosamente, sin articular palabra por el estrés postraumático, solo pudo asentir y ver cómo Al se unía a la persecución, ya no contra Polifemo sino para detener a su propio amigo. No obstante, ella no quería desempeñar un mero papel de víctima, y por eso se esforzó en levantarse de ese suelo que la había visto casi rendida, dispuesta a seguirlos aunque fuera de lejos. Su agresor había llegado hasta un terreno en el que creyó encontrar una buena opción de escapada. Se trataba de una ladera cuesta abajo, de una cierta inclinación; estaba sembrada de piedras, algunas de un tamaño considerable, lo cual imprimía bastante dificultad a la bajada; eso lo consideró una gran ventaja en su beneficio.

El denominado como Polifemo no era estúpido, desde luego; se dejaba llevar, aparte de por sus instintos primarios, por una astucia asimismo primordial, un instinto que le llevó a considerar que Jonás nunca podría seguirle por aquellas rocas. Hubo un matiz que no tuvo en cuenta, el que, antes de lo que se imaginaba, Jonás llegó corriendo hacia su posición y se arrojó hacia él, con el cuchillo de su abuelo en ristre. Por fortuna para él, de un manotazo el pastor logró que Jonás arrojara el arma hacia las rocas, donde se perdió en alguna rendija que lo haría irrecuperable en esas circunstancias. Jonás cayó encima del cuerpo de Polifemo, ambos aterrizaron al borde de la ladera, en un precario y peligroso equilibrio. Jonás, una vez hubo perdido el cuchillo, solo tenía las de perder porque a fuerza bruta le ganaba de sobra su adversario.

Una mano, la misma que había apretado los pechos de Penélope, se dispuso a apretar el cuello de Jonás, y le hubiera dejado sin respiración si no llega a ser por la intervención de Al, que propinó al pastor una patada en el rostro, arrojándole hacia atrás. Algunas piedras comenzaron a rodar ladera abajo, y Al temió que, si no se alejaban de allí, el riesgo de un derrumbe iba a ser excesivo.

- ¡Jonás, vámonos!- gritó, al tiempo que le ayudaba a levantarse, su amigo estaba tosiendo tras el intento de asfixia; luego se dirigió al pastor- ¡Y tú, desaparece de mi vista! ¡La próxima vez que quieras follar, con una mujer, ya puedes ir ahorrando, aunque tendrás que esperar hasta que salgas de chirona!

Las palabras de Al parecieron impresionarle pero, en vez de huir, pensó que lo mejor sería librarse de esos molestos testigos; cogió del suelo un canto tan grande como su puño, que arrojó con pericia hacia la cabeza de Jonás, y estuvo a centímetros de impactarle. Por el rabillo de su único ojo, Polifemo observó que Penélope también se acercaba hasta allí, aunque ella no se viera muy capacitada para caminar deprisa; eso le excitó más hacia la pelea, ya se había calentado con los preliminares y tuvo claro que, una vez hubiera terminado con sus defensores, la violación le iba a saber a gloria, ella pagaría el doble por toda la tensión que se encontraba viviendo. Así animado, comenzó a recoger una piedra tras otra, que iban a estrellarse a escasa distancia de sus oponentes.

- ¡Joder!- exclamó Al, mientras esquivaba una que le pasó rozando- ¡Ahora sí que te has ganado el mote de Polifemo!

Jonás, repeliendo como podía esa nueva agresión, pudo observar cómo el intento de homicidio que estaba llevando a cabo el pastor podría convertirse en suicidio pues, dentro de la furia con la que estaba recogiendo piedras del suelo, pareció no darse cuenta de que estaba creando una peligrosa inestabilidad en el mismo.

- ¡Para ya, gilipollas, vas a matarte!- le advirtió, pero no fue suficiente.

El suelo bajo los pies de Polifemo comenzó a correrse, en un inicio de desprendimiento. Él tropezó hacia atrás y se cayó, rodando cuesta abajo y siendo enterrado por una avalancha de rocas, algunas grandes como megalitos funerarios que fueran a rubricar su desdichado fin. Los tres jóvenes observaron, con la boca abierta, el fondo del barranco, en el cual no se veía ni una mínima parte del pastor.

- Bueno, a ese ya nadie le saca de ahí- dijo Al, viendo que ninguno de los otros rompía el silencio- Ha tenido un fin triste, pero el que él mismo se ha buscado.

- ¿Estás seguro de que nadie le sacará de ahí?- replicó Jonás.

- Bueno, ¿y quién le echará de menos? ¿Sus perros? ¿Sus cabras?

- No le echarán de menos, pero verán que ha desaparecido. Y nosotros seremos sospechosos.

Aun en esos momentos de tensión, Al no pudo contener las carcajadas.

- ¿Pero qué dices? ¿Sospechosos? Ese tío primero intenta violar a Penélope, luego intenta ahogarte, luego nos zumba una lluvia de pedradas y, al final, se entierra a sí mismo, aunque posiblemente ya estaba enterrado en vida. ¿Y nosotros tenemos culpa de algo? ¡Díselo a Penélope!

La aludida no había intervenido hasta entonces, porque todavía estaba asumiendo el trago por el que se vio obligada a pasar. Trató de calmarse, y que las palabras pudieran brotar con naturalidad.

- Aquí no estamos hablando de si él se lo merecía o no. Por lo que a mí respecta, creo que sí. Pero, pensando fríamente, entiendo a Jonás. Sí, podemos decir que él tropezó y se cayó. Pero también nos podrían decir que le tiramos nosotros, que le enterramos porque ya lo habíamos matado. La única solución es que pensemos sobre esto con calma y alcancemos un acuerdo los tres.

- ¿Con calma?- repitió Jonás, sintiendo que esa vez sí iba a perder el control- ¿Me vais a pedir calma, si por enredarme con vosotros voy a pasar de científico prometedor a supuesto asesino de un tarado follacabras? ¡Sois una maldita pareja de dementes!

- Jonás, estás yendo demasiado lejos- protestó Penélope, con un tono gélido.

- ¿Y te quejas de nosotros?- añadió Al, encarándose con él- ¿Acaso te pedí yo que vinieras? Ninguno de nosotros tiene la culpa, ha sido el fatum.

- ¿No puedes hablar normal por una vez?- apostilló Jonás.

- El fatum, - repitió Al, ignorándole- el malhadado destino. Por un momento pensé rozar la felicidad, cuando estábamos allí en el bosque, uno junto al otro… Pero el destino nos mandó a ese cabrero, como podía haberse servido de cualquier otra herramienta. ¿Tienes miedo, Jonás? Muy bien, pues recoged el campamento y marchad. Vete de aquí, y vete de la ciudad, busca alternativas, te vendrá bien. ¡Ah! No te olvides de recoger la flauta. Es un regalo, y me ha parecido que lo aceptabas. ¡Allí te espero!

Al se marchó corriendo, en dirección a su refugio boscoso. Jonás no quiso seguirle, finalmente explotó y cayó, llorando, entre los brazos de Penélope, que también dejó salir sus sentimientos del mismo modo. Jonás se sentía reconfortado en el abrazo; al mismo tiempo, notó remordimientos que le atacaban porque él había disfrutado el descanso, algo ebrio, mientras ese cuerpo al que se amarraba estaba a punto de ser ultrajado, de convertirse en un objeto y, si se resistía mucho, quizá hubiese quedado tan inerte como un objeto.

- En parte, creo que Al tiene razón- susurró Penélope- Quizá te venga bien dejar todo esto. Una temporada, por lo menos. No se trata de que él o yo queramos que te vayas. Eso tendrá que salir de ti mismo.

Jonás se despegó de su cuerpo y, sin mediar palabra, comenzó a tomar la senda hacia el bosque.

- Voy a intentar solucionar esto- declaró, cuando ya había caminado unos metros; de repente, se dio la vuelta, y Penélope, con una sonrisa más bien triste, señaló el silbato, como si se hubiera adelantado a sus pensamientos.

- No creo que vaya a volver a necesitarlo…- exclamó ella.

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